lunes, 26 de julio de 2010

La Constitución de 1870 y la liquidación diplomática de la Guerra contra la Triple Alianza

La guerra aniquiló al Paraguay
Cerro Corá cerró una etapa de la historia paraguaya y abrió otra. La guerra de cinco años devastó en una medida desconocida en la historia americana. Del Paraguay orgulloso y floreciente de la época de los López sólo restaba un inmenso osario y un montón de ruinas entre las cuales vagaban los sobrevivientes espectrales de la colosal catástrofe. Del 1.300.000 habitantes con que contaba el país antes de la guerra, apenas 200.000 quedaron en pie, y de ellos muy pocos adultos y aptos. La población era femenina en gran población. Las sobrevivientes de las “residentas” y de las “destinadas”, que después de recorrer los desiertos habían conocido en las calles de la ciudad horrores mayores, fueron destruidas en los pueblos abandonados y tomaron sobre sus hombros la magna tarea de la reconstrucción nacional. Todo había que construirlo. Desparecidas las riqueza pública y privada, el Gobierno provisional carecía de recursos para subvenir a las más perentorias necesidades fiscales. No había familia, de las pocas sobrevivientes, que no estuviera arruinada. La inmensa desgracia paraguaya suscitó la compasión mundial, pero ninguna iniciativa oficial o particular cristalizó el sentimiento colectivo en algún socorro al infortunio. El pueblo paraguayo quedó entregado a sus propias y decaídas fuerzas. La parte más dura de la gigantesca empresa de crear un nuevo país sobre las ruinas de la patria muerta recayó sobre las mujeres, que se hicieron agricultoras, comerciantes, industriales, y crearon un género de sociedad familiar, confesadamente poligámica, típicamente representativa de las dolorosas circunstancias del momento y del hondo anhelo de resucitar la patria. La voluntad de sobrevivir, estimulada por tanto infortunio, se sobrepuso al desaliento y el Paraguay inició una nueva etapa de su vida.

Brasil sale al paso de la Argentina
Terminada la guerra con la muerte de López, había llegado el momento de concertar los ajustes definitivos de paz. La Argentina acababa de proclamar que la victoria no daba derechos para imponer vencidos, sin negociación, la paz del Tratado del 1° de Mayo. La noble actitud argentino vino a servir los interese del Imperio, en cuyo pensamiento jamás estuvo, pro conveniencia propia, sostener la intangibilidad del Tratado de alianza y que, desde mucho antes, se preparaba para destruir las ventajas que el Tratado otorgaba a la Argentina en desproporción inmensa con las que estipuló a favor del Brasil, y sobre todo los sacrificios de uno y otro país en la guerra.
Los temores que abrigaba el Imperio acerca de los designios anexionistas de la Argentina no habían desvanecido, por más que los hombres que los alentaban habían sido alejados del Gobierno. Aunque Sarmiento y sus colaboradores ya no pensaran en la reconstrucción del Virreinato, de lo cual no había la certeza, nada hacía suponer que, pese a las enunciaciones doctrinarias, quisieran renunciar a los límites que el Tratado de alianza prometía a la Argentina y que, si no pretendían imponerlos por la ley del vencedor, no buscaran consagrarlos en las negociaciones pacíficas en la cooperación del Brasil. El Imperio, no sólo no se allanaba a prestar esa cooperación, sino que se preparaba a combatir, por todos los métodos, las pretensiones argentinas de llevar sus límites hasta la Bahía Negra. “El Brasil – dijo un estadista brasileño – no podían resignarse a la idea de haber contribuido con su sangre y su dinero, hipotecando su porvenir, a una desmembración que vendría a ser la negación de toda su política y que le obligaría, en conformidad con las ideas de la época, a establecerse en la margen izquierda de aquel rio si su diplomacia no lograse evitar que la República Argentina se apoderase de la margen derecha”. A menos, pues, que el Brasil quedara dueño del resto del Paraguay, no iba a consentir que la Argentina se apoderase, no solo de Misiones, sino del inmenso territorio Chaqueño. Pero aquello significaba la colonización del Paraguay; y aunque estuviera en la mente de la diplomacia brasileña, no era oportuno el momento de plantearla siquiera. El mundo entero, que siempre había desconfiado de las verdaderas intensiones de la alianza, tenía puestos sus ojos en la conducta de los dos grades aliados, y lo que era peor, el presunto cómplice del reparto se mostraba menos dispuesto que nunca, por execración a la política que había levado y a la alianza con el Brasil, a cuanto fuera atentar, directa o indirectamente, contra la independencia del Paraguay.

El tratado preliminar de paz.
Colocada la diplomacia brasileña en este terreno, su acción persiguió dos objetivos aparentemente contradictorios: romper el Tratado de alianza tratándose de la Argentina, y consolidar sus estipulaciones en beneficio del Imperio. La posición doctrinaria adoptada por la Argentina favoreció sus propósitos. Así, reunidos los plenipotenciarios aliados en Buenos Aires, acordaron modificar el protocolo del 2 de junio de 1869 para establecer que el Gobierno provisional del Paraguay “acepta expresamente las estipulaciones del Tratado del 1° de mayo de 1865 como condiciones preliminares de paz; salvo cualquiera modificación que por mutuo asentamiento y en el interés de la República del Paraguay se pueda adoptar en el tratado definitivo”.
Consultado el Gobierno provisional, propuso una modificación: aceptaría el tratado de 1865 sólo “en el fondo”, reservándose “para los arreglos definitivos con el Gobierno permanente las modificaciones de este mismo tratado que pueda proponer el Gobierno paraguayo en el interés de la República”. La proposición fue aceptada, y el 20 de junio de 1870 se firmó, sobre esa base, en Asunción, un protocolo por el cual quedaba restablecida la paz entre los aliados y el Paraguay, comprometiéndose el Gobierno provisional a efectuar elecciones para constituir el Gobierno permanente que debía ajustar los tratados definitivos, en el plazo de tres meses. Aparentemente los puntos de vista del Gobierno argentino triunfaban en toda la línea, pues no solo se dejaba al Gobierno permanente la celebración de los tratados, sino que se consagraba el derecho del Paraguay a discutir los límites. Sin embargo, la batalla diplomática había sido ganada por el Brasil, que rompía el Tratado de alianza sin la intención de admitir que el Paraguay modificase los límites que el Imperio se había asignado y sólo para obstar a que Argentina impusiera los suyos. Los gobernantes paraguayos se prestaron al juego, que les iba permitir salvar siquiera una parte del patrimonio territorial de la nación, y se entregaron, en cuerpo y alma, al Brasil, que también les ofrecía el apoyo de sus esfuerzos militares y de sus recursos para asegurar su estabilidad, en constante peligro por la intensa lucha de facciones de que era escenario Asunción.

Es asegurada la independencia del Paraguay
Si los gobernantes paraguayos se sometieron a la tutela brasileña, no fue solamente para sacar ventajas políticas. También buscaban en el Imperio del Brasil una garantía contra cualquier exhumación de las pretensiones argentinas contrarias a la independencia nacional. La resistencia de cinco años no había sido estéril, pues mostró al mundo que el Paraguay prefería morir antes que perder su libertad como nación soberana, como lo hizo notar el Brasil por intermedio de Paranhos, Vizconde de Río Blanco, al Gobierno argentino. El Gobierno argentino no puso ya en tela de juicio la independencia paraguaya. Y no sólo la acató y la respetó como un hecho consumado y santificado por la sangre de un millón de paraguayos, sino que, alarmado por la preponderancia que el Brasil comenzaba a adquirir en el Paraguay, se erigió, a su turno, en defensor de esa independencia. Así, su política, independientemente de la cuestión de límites, tendió a obtener cuanto antes la evacuación de las fuerzas aliadas de ocupación.
Argentina conservaba algunos efectivos en Villa Occidental, pero el Brasil mantenía casi toda su escuadra y un grueso ejército en Asunción. Los diplomáticos y los políticos brasileños participaban activamente en la vida política paraguaya. De hecho, los gobernantes paraguayos no hacían nada sin consultar a los brasileños. En estas condiciones la soberanía paraguaya era muy relativa, y contra este estado de cosas, que perjudicaba sus intereses, la Argentina procuró reaccionar. De este modo, para azar del desino, nuevamente la independencia paraguaya tenía su mejor garantía en la competencia entre los dos viejos rivales. El interés paraguayo estaba en mantener el equilibrio entre las dos fuerzas contrapuestas. El mariscal López había muerto, pero la doctrina del equilibrio estaba triunfante.

Mitre crítica la doctrina argentina
Desde La Nación, que acababa de fundar, el ex presidente criticó acerbamente la posición adoptada por el Gobierno argentino al subscribir el protocolo el 20 de junio de 1870. Decía: “Si el derecho que nos asiste sólo podía ser resuelto por la discusión. ¿Para qué tomamos las armas? Si él era tan claro y tan sagrado que autorizaba el uso de las armas en su defensa, ¿para qué lo volvemos a poner en discusión?”. Y luego: “El arbitraje, según todos los tratadistas de derecho público, es uno de los arbitrios aconsejables para llegar al avenimiento entre dos o más naciones antes de apelar al recurso extremo de las armas. Pero cuando las armas han apelado a ese medio por mutua decisión y cuando las armas han decidido la contienda, seria originalísimo que el vencedor recurriese nuevamente al arbitraje, como si tal guerra no hubiera tenido lugar. Esto sería además inmoral”. Llamado Mitre a exponer su opinión por el presidente Sarmiento, manifestó ante el Gabinete que “el Gobierno argentino no podía sostener que la victoria no daba derechos, cuando precisamente había comprometido al país en una guerra para afirmarlos con las armas”. El Gobierno argentino, impresionado por este razonamiento, resolvió modificar las instrucciones que el plenipotenciario en Asunción, general Julio de Vedia, tenía para negociar el tratado definitivo, y poco después Mariano Varela era reemplazado por Carlo Tejedor en el ministerio de Relaciones Exteriores.

La Convención Nacional Constituyente
El cumplimiento de sus compromisos, el Gobierno provisional convocó a elecciones para constituir una convención que debía buscar una nueva organización política para la República. Los comicios se efectuaron el 3 de julio y no en todos los pueblos, por hallarse “algunos departamentos vacios y otros con muy escasa población”. Con todo, cuarenta y un convencionales iniciaron el 15 de agosto de 1870 las sesiones de la Asamblea Constituyente, que el 27 del mismo mes creó una Comisión redactora de la Constitución con los señores Facundo Machaín, Juan José Decound, Juan Silvano Godoy, Salvador Jovellanos y Miguel Palacios.
En la sesión del 31 de agosto fue aceptada la renuncia de los triunviros José Díaz de Bedoya y Carlos Loizaga y se procedió a la designación de Facundo Machaín como presidente provisional de la República, en substitución del Triunvirato. Pocas horas bastaron para que los convencionales quedaran convencidos de que era muy relativa la soberanía de que creía gozar. Machaín, el nuevo presidente, no era del agrado de las fuerzas brasileñas de ocupación de de sus diplomáticos. Esa misma noche, Cirilo Antonio Rivarola y Cándido Barreiro, con el apoyo brasileño, desconocieron el nombramiento recaído en Facundo Machaín. La Convención, reunida el 1° de septiembre, para evitar su disolución tuvo que sancionar el golpe de Estado dejando sin efecto aquel nombramiento y designando presidente provisional a Cirilo Antonio Rivarola; al día siguiente fue aun más lejos: anuló el diploma de convención nacional del doctor Machaín, “por haber aceptado su designación como presidente provisional de la República”.

Jura de la nueva Constitución
El 13 de octubre de 1870 fue presentado a la Convención el proyecto de Constitución, elaborado por la Comisión especial: era inspirado en la Constitución argentina y algunos de sus artículos textualmente copiados. En discusión el proyecto, después de sufrir algunas modificaciones no fundamentales, quedó totalmente aprobado el 18 de noviembre, procediéndose a su solemne jura el 25 de ese mes. Por la nueva Constitución el Paraguay “es y será siempre libre e independiente, se constituye en República una e indivisible y adopta para su Gobierno la forma democrática representativa”. Se proclamaba que “la soberanía reside esencialmente en el pueblo, que delega su ejercicio, en las autoridades creadas por esta Constitución”. Se declaraban los derechos del hombre, consagrando la libertad de navegar, comerciar, trabajar, ejercer industria lícita, de reunión, de petición, de locomoción, de publicar las ideas por la prensa, de usar y disponer de la propiedad, de asociación, de religión, de enseñar y aprender, de ser juzgado por jurados, de igualdad ante la ley y el impuesto, de votar, de admisión de los empleos públicos. Se establecía la responsabilidad de las autoridades. El Estado quedaba organizado en tres poderes en perfecto equilibrio. La representación de la soberanía residía en el Congreso constituidos por dos Cámaras. El poder Ejecutivo estaría desempeñado por el presidente de la República y cinco ministros, sujetos a juicio público. La justicia sería administrada por un Tribunal Superior y las magistraturas establecidas por la ley. La nueva Constitución representaba una reacción contra el régimen imperante en el país desde 1811 y buscaba implantar en el Paraguay el sistema democrático liberal en boga en las Constituciones escritas en las demás naciones americanas.

Elección de Cirilo Antonio Rivarola
El 25 de noviembre de 1870, Cirilo Antonio Rivarola, electo por la Convención, inauguró el primer periodo presidencial de acuerdo con la Constitución. Antes de transcurrir un año, el nuevo gobernante se percató de lo difícil que era mantener las nuevas instituciones. El 17 de febrero de 1871 se reunió el primer Congreso y no tardó éste en hacer oposición a los gobernantes. El ministro de Hacienda, Juan Bautista Gill, fue enjuiciado y destituido el 18 de agosto. El presidente Rivarola contestó el 15 de octubre con la disolución del Parlamento. Fue el primer golpe de Estado en la nueva etapa institucional. Poco después estalló también la primera revolución del Paraguay, después del año 1811, que fue reprimida sangrientamente por el Gobierno.
El cabecilla revolucionario, Concha, fue fusilado en Pirayú y el terror reinó en la capital. Realizadas las elecciones el 8 de diciembre, se constituyó el nuevo Congreso, ante el cual renunció Rivarola, confiado en que se le confirmaría en el cargo; pero el Congreso le sorprendió aceptándola y encargó el ejercicio del Poder ejecutivo al vicepresidente Salvador Jovellanos. En menos de un año se había producido dos golpes de Estado y reprimido una revolución. Con dolorosos espasmos el Paraguay iniciaba el aprendizaje de su nueva vida política.

Empréstitos europeos dilapidados
Tropezando con inmensas dificultades, los gobernantes paraguayos se esforzaron en organizar la administración pública. Constituidas las municipalidades, establecido el Tribunal Superior de Justicia, creado el Consejo Superior de Instrucción Pública, en el año 1872 se fijaron por primera vez las rentas generales. El Gobierno se debatía en una penosa inanidad por la falta de recursos, y en el país no había dinero para pagar los impuestos creados. En diciembre de 1870 se lanzó la primera emisión de billetes por 100.000 pesos y en julio del año siguiente otra de 300.000, con la garantía de las propiedades fiscales y del ferrocarril.
Como las deudas del Estado iban en aumento se pensó en recurrir al crédito externo y se lanzó un empréstito en Londres. A pesar del desastre, la solvencia del Estado paraguayo, que continuaba siendo el mayor propietario de América, era grande, y los bonos por un millón de libras esterlinas, fueron cubiertos rápidamente. Alentado por el éxito, el Gobierno lanzó otra emisión por dos millones de libras esterlinas, que alcanzó el mismo resultado en su colocación. Pero en uno y otro caso el provecho obtenido por el país fue muy pequeño. Del primer empréstito sólo 403.000 libras llegaron al Paraguay y el segundo apenas 124.000. El resto quedó en Europa en concepto de gastos, comisiones, etc. La desventura financiera paraguaya no paró en esto, pues sólo una mínima proporción de esas libras ingresó en las arcas fiscales.

Quintana abandona el Paraguay
Resuelto el Gobierno argentino a rectificar los rumbos trazados por el doctor Varela, fue comisionado a Asunción para negociar los tratados definitivos el doctor Manuel Quintana, quien, en conferencias preliminares con el plenipotenciario brasileño, que era el Barón de Cotegipe, sostuvo que en los ajustes de los límites sólo se había reconocido al Paraguay “el derecho de proponer modificaciones o de exhibir títulos preferentes sobre el territorio comprendidos dentro de dichos límites”, que eran los estipulados en el Tratado de alianza, que “la nación a quien afectan las posibles exigencias del Paraguay es el juez exclusivo de su justicia y admisibilidad” y que si el Paraguay se negaba a aceptar los límites propuestos por la Argentina, los aliados tenían la obligación de acordar los medios para hacer cesar esa resistencia. Cotegipe no admitió este criterio, sosteniendo además que “el compromiso de la alianza no se debe entender de modo que su fuerza colectiva sirve para dar al Brasil o a la República Argentina territorio a que no tenían legítimo derecho antes de la guerra; porque toda idea de conquista fue desechada por el pacto de alianza”. Cotegipe anunció que trataría por separado con el Paraguay, y Quintana, negándole ese derecho, que conceptuó violatorio de los compromisos vigentes, se retiró de Asunción. Había permanecido en el Paraguay desde octubre hasta diciembre de 1870 y dio fina a su misión sin haber entrado en negociaciones con el Gobierno paraguayo, el cual ignoró de todo punto lo sucedido entre aquél y Cotegipe.

Brasil firma la paz por separado
Después de la retirada de Quintana, Cotegipe quedó dueño de la situación. El Gobierno paraguayo aceptó su invitación de tratar la paz por separado, y el Barón de Cotegipe admitió que previamente se procediera a una confrontación de títulos históricos. Pero, para esto último, el ministro de Relaciones Exteriores, José Falcón, altamente calificado por experiencia y sus conocimientos de la materia para una discusión históricojurídica, fue reemplazado por Carlos Loizaga, quien, el 9 de enero del año 1872, firmó con Cotegipe los tratados de paz, comercio, navegación y límites. En ellos estaban consagradas nec variantur las estipulaciones del Tratado de alianza, perdiendo el Paraguay definitivamente el extenso territorio situado entre el Apa y el Blanco, asiento de ricos yerbales y sobre los cuales poseía títulos jurídicos y de hechos notorios.
El Brasil se obligó a respetar perpetuamente la independencia del Paraguay y garantizarla por el término de cinco años, y al mismo tiempo se aseguraba el derecho de mantener, por tiempo indeterminado, fuerzas militares y navales suficientes “para la garantía del orden y la buena ejecución de los tratados”. El Paraguay también reconocía como deuda suya los gastos y los perjuicios que la guerra había ocasionado al Imperio y otorgaba el más amplio y libre derecho de navegación a través de su territorio fluvial. La primera reacción argentina ante el golpe de Cotegipe consistió en la incorporación del Chaco a su soberanía, y contra este acto protestó briosamente el Gobierno paraguayo en un documento que firmaron el presidente y todos los ministros, donde se decía que el Paraguay veía en esa anexión “una conquista que hace prevalido de la fuerza, a la falta de títulos legítimos”.

Los aliados al borde de la guerra
Los tratados Loizaga-Cotegipe y la incorporación del Chaco en la soberanía argentina pusieron a los dos aliados al borde de la guerra. El Gobierno argentino pretendió que el Emperador no ratificara aquellos tratados, que consideraba violatorios de los compromisos de la alianza, y que a su juicio estatuían un verdadero protectorado unilateral sobre el Paraguay. Sostuvo Tejedor en su nota de protesta que la ocupación militar después de la guerra, por el Imperio sólo, no podía garantizar bien la existencia de una República ayudándola a salir del abismo en que había caído. “El protectorado en tal caso sería en otros términos la absorción; y de este modo la República Argentina aparecería a los ojos de las naciones haciendo la alianza y la guerra para el engrandecimiento del Imperio”.
El Brasil contestó en términos mesurados, pero enérgicos, y haciendo caso omiso a sus exigencias ratificó los Tratados de Asunción. La nueva réplica de Tejedor adquirió entonces un tono de gran violencia. En la nota anterior el Brasil había hecho un intencionado recuerdo de Caseros; en ésta le replicaba el Tejedor con la mención de Ituzaingó. La guerra de nota contribuyó a caldear el ambiente. La prensa argentina, sin excepción, predicó la guerra al Brasil; los diarios de Río hablaron de aplastar a la Argentina. Ambos países realizaron apresurados preparativos bélicos y algunas naciones ofrecieron su mediación, considerando inminente la guerra.

Mitre soluciona el incidente
La ruptura con Brasil, para la cual Argentina no estaba preparada, iba a poner en difícil situación política al general Mitre, que por entonces aspiraba a suceder a Sarmiento en la presidencia de la República. Su diario La Nación fue de los que con mayor acritud anatematizaron la actitud brasileña; pero la opinión pública no vacilaba en encontrar en el Tratado de alianza la raíz de todas las actuales dificultades en hacer responsable de ellas directamente a Mitre. “Si desgraciadamente el Tratado fuese causa de una grande y sangrienta guerra, nuestro sufrirá materialmente lo mucho que moralmente ha sufrido con el conocimiento de las solemnes obligaciones que le ha creado esa Ley internacional”, dijo Estanislao S. Zeballos en la Universidad.
El hombre indicado para salvar la situación era Mitre, y así lo comprendió el presidente Sarmiento, que, aunque distanciado política y personalmente de aquél, le instó a que gestionara oficialmente en Río de Janeiro una solución pacífica del grave entredicho. Mitre quiso rehuir la misión, pero finalmente la aceptó, llegando a Río de Janeiro el 6 de julio de 1872. Desde su llegada sufrió amargos y notorios desaires personales, aun de parte del propio Emperador. Los soportó con resignación, comprendiendo cuanto interesaban a él y a su país el éxito de su misión. Su paciencia y su habilidad lograron al cabo de largas gestiones que la alianza quedara nuevamente saldada, mal que bien. El 19 de noviembre de 1872 firmó con Pimenta Bueno un protocolo por el cual se convino la vigencia del Tratado del 1° de Mayo, y el Brasil se obligaba a cooperar eficazmente con su fuerza moral a fin de que sus aliados llegasen a un “acuerdo amigable” con el Paraguay respecto a los Tratados definitivos; quedó además estipulado que continuaban en pleno vigor los Tratados Loizaga-Cotegipe. Se acordó también que la evacuación del Paraguay debía verificarse dentro de los tres meses de celebrados los tratados definitivos y se ratificaba el compromiso de la garantía colectiva de los aliados a favor de la independencia e integridad territorial del Paraguay.

Continúan los disturbios políticos
Mientras tanto continuaban los disturbios políticos en Asunción. Uno de los bandos, encabezado por el presidente del Senado, Juan Bautista Gill, contaba con el desembozado apoyo del ministro brasileño Barón de Araguaya, que había sustituido a Cotegipe y que también se convirtió en el árbitro de la situación. Gill dirigió principalmente sus ataques al ministro del interior, Benigno Ferreira, que a los ojos de los brasileños era sospechoso de inclinaciones argentinas. En la primera escaramuza Ferreira logró imponerse, obteniendo la prisión y el destierro de Gill, quien, por intervención del ministro brasileño, en marzo de 1872, fue favorecido con una amnistía política. A pesar de todo, la tranquilidad del país no se consolidó.
El general Bernardino Caballero, que había caído prisionero después de Cerro Corá, libertado de su prisión, volvió al país plegándose a la tendencia encabezada por Cándido Bareiro. Ambos se levantaron en arma contra el Gobierno de marzo de 1873, pero las fuerzas gubernamentales consiguieron imponerse. En mayo estalló otro movimiento revolucionario, dirigido nuevamente por Caballero y Bareiro. Los rebeldes consiguieron penetrar en la capital, pero fueron dispersados y perseguidos por las fuerzas del Gobierno al mando de Ferreira, quien fue ascendido a general por tal acción. Mientras tanto Ferreira había conseguido ganarse la buena voluntad brasileña, desde que se erigió en el campeón de la idea de que no había que ceder a la Argentina una pulgada del Chaco al norte del Bermejo, idea a la cual se plegó el presidente Jovellanos.

Mitre llega a Asunción como negociador
En este ambiente caldeado por la discordia política llegó a Asunción el general Mitre, a quien el presidente Sarmiento le encomendó que terminara en el Paraguay la obra iniciada en Río de Janeiro. Las instrucciones de que era portador le prohibía admitir discusión alguna para el ajuste de límites como no fuera sobre la Villa Occidental “o a cualquier otra posesión de hecho del Paraguay, después del año 10, en la margen derecha del río desde el Pilcomayo hasta Bahía Negra”.
El primer paso de la negociación sostenida con el canciller José del Rosario Miranda fue protocolarizar la renuncia del Paraguay a toda discusión sobre Misiones, declarándose quela única dificultad a resolver era la de los límites en el Chaco. En este punto, alentado el negociador paraguayo por el apoyo brasileño, rechazó las pretensiones argentinas sobre Villa Occidental, como cualquier territorio al norte del Pilcomayo. Jovellanos declaró que prefería retirarse de la Presidencia antes que ceder una pulgada más, y propuso como línea definitiva el Pilcomayo o el sometimiento a arbitraje de todo el Chaco, desde el Bermejo hasta la Bahía Negra. El plenipotenciario brasileño, por si parte, declaró que sus instrucciones le autorizaban a apoyar las reclamaciones argentinas solamente hasta el Pilcomayo.

Las pretensiones argentinas no iban más allá del Pilcomayo
Mitre cumplió con sus instrucciones con escasa convicción. Conocedor profundo de la historia americana, sabía mejor que nadie que solamente al calor de la circunstancia la Argentina había querido llevar sus límites hasta, y que, desde el momento en que había reconocido al Paraguay el derecho de discutir los límites, su país, al aceptar la línea del Pilcomayo, compensaría ampliamente sus sacrificios en la guerra con el territorio situado entre ese río y el Bermejo, que jamás había poseído. Procuró, por lo tanto, convencer a Tejedor de la conveniencia de aceptar el límite propuesto por el Paraguay, que evitaría “cuestiones y guerras futuras con nuestros limítrofes y desiertos que no necesitamos”. Más adelante insistió: “Con el conocimiento que me da el estudio que de esta cuestión histórica he hecho, es que dije antes V. E. que nuestras pretensiones no pueden pasar del Pilcomayo”. Y aun más categórico volvió a insistir que, desde la época de la Revolución, jamás en ningún acto ni documento público había aparecido la inspiración argentina de un límite territorial más al norte del Pilcomayo.
La paladina confesión de los propósitos de conquista del Tratado de Alianza, hecha por quien había sido su principal artífice, no satisfizo a Tejedor, quien calificó las sugestiones de Mitre de “debilidad injustificable” y sólo le autorizó a proponer, como fórmula transaccional, o el arbitraje de todo el Chaco al norte del Pilcomayo, o la línea del Pilcomayo en acuerdo directo salvando para la Argentina la Villa Occidental. Tales proposiciones fueron rechazadas por el Gobierno paraguayo, y Mitre dio por terminadas las negociaciones después de presentar un memorándum sobre las pretensiones argentinas, que fue contestado por el ministro Miranda.

Tratado de Paz con el Uruguay
El Uruguay, al cual se le reconoció por el protocolo Mitre-Pimenta Bueno el derecho de negociar la paz por separado con el Paraguay, después del fracaso de Mitre, autorizó a su plenipotenciario José Sierna Carranza a subscribir los ajustes definitivos de paz. Así se hizo el 13 de septiembre de 1873. La paz quedó definitivamente restablecida entre ambos países, se aseguraba la libre navegación, y el Paraguay reconocía como deuda nacional los gastos de guerra uruguayos y los daños y perjuicios de los particulares.

Apego de la influencia brasileña
Después de retirarse Mitre, la influencia brasileña en el Paraguay no tuvo contrapeso. El ministro Araujo Godim era el verdadero gobernante, a cuya inspiración estaban sometidos presidentes y ministros. La Argentina ni siquiera se cuidó de enviar representantes de jerarquía, contentándose con la acción subterránea de modestos agentes consulares o de comerciantes, como Sinforiano Alcorta y Adeodato Gondra, mediante los cuales comenzó a darse cuenta de que el Paraguay se aceptaba sólo por necesidad y conveniencia la tutela de los diplomáticos brasileños. A principios de 1874, habiéndose hecho sospechoso a los ojos brasileños el presidente Jovellanos, se promovió contra su Gobierno un movimiento revolucionario, con el cual tuvo que transigir, llamando a formar parte del Gabinete el promotor de la Revolución, Juan Bautista Gill, a quien el Brasil preparaba para el próximo periodo presidencial.
Hecho Gill director de la situación, en abril de 1874, el comandante José Dolores Molas encabezó un nuevo movimiento revolucionario; pero las propias fuerzas brasileñas salieron a campaña para sofocarlo. Se le hacía tan pesado el protectorado brasileño, que el presidente Jovellanos ideó un procedimiento para ponerle fin. Como tal influencia era resultado de la ocupación militar y ésta debía durar hasta la celebración de los tratados definitivos, creyó que el Paraguay bien podía renunciar a alguna parte de sus territorios con tal de hacer posible el acuerdo con la Argentina, por ende, la desocupación. Se pidió entonces que el Brasil invitara a la Argentina a abrir nuevas negociaciones en Río de Janeiro, dejándole la entera dirección del plenipotenciario paraguayo, pero con el oculto propósito de acceder finalmente a las pretensiones argentinas.

Misión de Jaime Sosa a Río de Janeiro
El Brasil aceptó propuesta y el Gobierno envió a Río de Janeiro a Jaime Sosa, joven de apariencia modesta, al parecer enteramente entregado a las inspiraciones brasileñas, aunque resuelto a seguir una política directamente opuesta. Las instrucciones oficiales para su misión fueron redactadas en la Legación del Brasil y, según ellas, debía sostener la línea del Pilcomayo sin ninguna concesión y obrar siempre de acuerdo con las negociaciones brasileñas. Pero las instrucciones confidenciales que, al mismo tiempo, le dio el presidente Jovellanos le autorizaron a proceder de otro modo: “En el Estado – decían – en que se encuentra el país, usted no extrañará que me valga de este modo para manifestarle mi pensamiento íntimo de las negociaciones que se le han encomendado… Desgraciadamente los tratados con la República Argentina están pendientes aún, sirviendo de obstáculo principal para su realización del Imperio, a titulo de buen aliado y de defensor oficioso de la independencia e integridad del Paraguay. Las consecuencias funestas de este estado de cosas redundan en perjuicio del Paraguay, que sufre un tutelaje ignominioso y está expuesto a perder su independencia. Por estas consideraciones, y en el deseo de remediar en algo los males que aquejan al país, invocando su patriotismo, le autorizó para tratar los tratados con la República Argentina sobre la base de la desocupación inmediata brasileña, por más que ello se opongan las instrucciones oficiales, que, como usted sabe, han sido redactadas en la Legación Imperial”. Poco después, el 25 de noviembre de 1874, Jovellanos entregaba el poder, por expiración de su mandato, al nuevo presidente Juan Bautista Gill, hechura del Brasil. En Argentina, Sarmiento, a su vez, era sucedido por Nicolás Avellaneda, que debía enfrentarse a una terrible situación económica.

El Tratado Sosa-Tejedor
El Brasil insinuó que representara a la Argentina el propio ministro de Relaciones Exteriores, Carlos Tejedor, intransigente sostenedor de la línea del río Verde, con el cual consideraba imposible todo arreglo, de acuerdo las instrucciones oficiales de Sosa, y que, de tal suerte, facilitaría, sin quererlo, su designio de prologar la ocupación militar del Paraguay. El Gobierno argentino, por su parte, no aceptó la invitación sino después que Sosa aseguró por escrito sus verdaderos propósitos. Sosa, a quien el cambio político operado en el Paraguay no podía arredrar, persistió en desempeñar el papel que el anterior presidente le había asignado. “Los hombres del Imperio – escribió a Jovellanos – están íntimamente persuadidos de que harán de mí lo que quieran, y tan cierto es, que ni siquiera me hacen caso ni me conceden importancia alguna, creyéndome persona de la familia… y no tienen por qué reprocharnos esta conducta, desde que no hacemos con ellos sino exactamente lo que ellos hacen con nosotros”. Una vez Tejedor en Río de Janeiro, en las negociaciones que inmediatamente se entablaron, Sosa se comportó como mero vocero del Vizconde de Río Branco, presidente del Consejo, y del Vizconde Carabecas, ministro de Relaciones Exteriores, los cuales le instruían con minuciosidad antes de cada conferencia. En un informe que envió el presidente Gill, le informó que los brasileños le aconsejaban a resistir a cualquier proposición presentada por Tejedor. Y agregaba: Ellos emplean la astucia y el ministro paraguayo la ficción y el disimulo”. Sosa tenía que sostener con todo brío la línea del Pilcomayo y alegar que el Paraguay deseaba la indefinida ocupación militar en su propio interés.
Los negociadores brasileños, seguros de que Sosa cumpliría sus instrucciones, declararon que la última palabra estaba a su cargo y que el Brasil no haría sino apoyarla. Enorme fue la estupefacción cuando llegado el momento de concretar el arreglo, Sosa aceptó sin discusión la fórmula propuesta por Tejedor, según la cual el Paraguay cedía la Villa Occidental hasta el arroyo Verde, a trueque de la cancelación de la deuda de guerra. Y aunque Río Branco y Carabellas empeñaron sus esfuerzos para reprimir la insubordinación de Sosa, no pudieron evitar que el 20 de mayo de 1875 se firmaran dos tratados sobre esas bases.
La venganza de los diplomáticos brasileños fue pronta, terrible y eficaz. Mientras Tejedor se entretenía en Río de Janeiro provocando enojosas cuestiones de etiqueta, emisarios especiales brasileños acortaron distancia y llegaron a Asunción con instrucciones terminantes. El presidente Gill era un prisionero de los brasileños; hacía poco había escrito al Vizconde de Río Branco implorándole una recomendación para los diplomáticos brasileños que se mostraban esquivos, y gracias a esa recomendación continuaba gobernando. No fue nada difícil al nuevo ministro del Brasil, Pereira Leal, obtener, sin aguardar siquiera los textos originales, y sobre la base de copias proporcionadas por la Legación del Brasil, la desaprobación de los Tratados Sosa-Tejedor, como se hizo el 12 de junio. Y a demanda de Pereira Leal, el negociador Jaime fue destituido de su cargo, declarando “traidor a la patria” y exigida su extradición. El desquite del fracaso de Río Branco fue completo, pero desde ese mismo momento el presidente Gill, humillado en su patriotismo, se preparó a deprenderse de la tutela brasileña. Por lo menos se había salvado la Villa Occidental, que la diplomacia paraguaya estuvo a punto de ceder. El Brasil, pese a todo, había prestado un gras servicio al Paraguay.

Gill se entiende con la Argentina
El doctor Dardo Rocha, que traía la misión de obtener la aprobación de los tratados, llegó tardíamente, pero recogió la promesa del presidente Gill de firmar un nuevo tratado a espaldas del Brasil y con la convicción de que con esa actitud se jugaba la cabeza. Las negociaciones tomaron caracteres de una verdadera conspiración. Para no despertar las sospechas de Pereira Leal, Gill simuló un incidente personal con Rocha, quien se retiró de Asunción sin despedirse de las autoridades. El canciller Machaín, que fue enviado a Río de Janeiro en misión especial, encontró que la situación había cambiado fundamentalmente. El ruidoso fracaso de Río Branco en el asunto Sosa-Tejedor precipitó la caída del Gabinete. En el Parlamento, Nabuco de Araujo condenó con energía las tendencias absorbentes del partido conservador y protestó por la descarada intervención en la política paraguaya.
Caxías formó un nuevo Gabinete, que no se mostraba animado a continuar la política agresiva en el Río de la Plata. Cuando Gill se enteró de estos cambios, substituyó su Gabinete por otro cuya figura principal era José Urdapilleta, nada amigo de los brasileños, quien se hizo cargo de las negociaciones secretas tramitadas por el comerciante argentino Adeodato Gondra, de quien nadie sospechaba. Estas fueron aceptadas por el presidente Avellaneda. Manuel Derqui llegó a Asunción como plenipotenciario especial, pero Gill, para eludir todo riesgo, prefirió que las negociaciones se realizaran en Buenos Aires y envió para gestionar el tratado a Facundo Machaín. La nueva orientación de los gobernantes paraguayos se patentizó con un hecho significativo: el Congreso decidió adoptar a libro cerrado el Código Civil argentino, que entró a regir desde 1° de enero de 1876.

Tratado de Machaín-Irigoyen
El canciller Bernardo de Irigoyen asumió personalmente la representación de su país, y el Brasil designó a su ministro en Montevideo, Aguiar, para intervenir en las negociaciones. Machaín se prestó a repetir la comedia de Río de Janeiro. Pero Gondim, ministro entonces en Buenos Aires, no se dejó engañar, tomó una cañonera y fue a Asunción, donde creía conservar intacta la maquinaria de su predominio. La cañonera varó y se permitió a los agentes argentinos precaverse. Cuando, promovido por la Legación brasileña, iba a estallar un movimiento revolucionario, el ministro.
Derqui hizo bajar las tropas argentinas de la Villa Occidental y las puso a disposición del Gobierno; el movimiento fracasó. Gill, envalentonado, envió a Buenos Aires a José Falcón con nuevas instrucciones que demostraban hasta qué punto se había entregado a la influencia argentina. Machaín debía ofrecer todo el Chaco a cambio de franquicias aduaneras. Falcón llegó en retraso, pues Irigoyen y Machaín firmaron el 3 de febrero de 1876 los tratados de paz, de límites, y de amistad, comercio y navegación. El Paraguay cedió a la Argentina hasta el brazo principal del Pilcomayo, y aceptaba el arbitraje de los Estados Unidos sobre el territorio comprendido entre ese río y el Verde. Argentina renunciaba definitivamente a toda pretensión al territorio comprendido entre el Verde y Bahía Negra. El Paraguay reconoció los gastos y daños de la guerra. La diplomacia brasileña intentó anular los tratados, pero no lo consiguió. El Parlamento los aprobó sin que mediara discusión alguna. El Brasil se aprestó a efectuar la evacuación militar del Paraguay, que era su consecuencia.


Los ex aliados retiran sus fuerzas
En cumplimiento de los pactos, el 22 de junio de 1876 las fuerzas brasileñas evacuar Asunción. Ese día fue declarado fiesta nacional a la República. El Paraguay quedaba fiado a su propia suerte. La situación no podía ser más angustiosa. La terrible crisis económica y la anarquía golpeaban, a cada momento, las puertas del Gobierno. Para hacer frente a la primera, Gill intentó restablecer los antiguos monopolios. La crisis no encontró remedio y fue agravada por los arreglos hechos para asegurar el servicio de los empréstitos contratados en Londres, para cuya garantía se entregó a los acreedores la administración de los bienes nacionales por treinta años, y de cuyo producto sólo mínima parte ingresó en las arcas fiscales. En lo político, Gill, para gobernar, apeló a procedimientos que en nada se diferenciaban de los que la Constitución de 1870 anatematizaba. Pronto se creó un adverso ambiente popular.
El 12 de abril de 1877 Gill fue asesinado en plena calle, sucediéndole el vicepresidente Higinio Uriarte, bajo cuya administración continuaron las persecuciones políticas y se aguzó la crisis fiscal. Una revolución encabezada por Cirilo Antonio Rivarola fue dominada, el 28 de octubre de 1877 fueron asesinados los presos políticos alojados en la Cárcel Pública, entre los cuales estaba Facundo Machaín. La vida política del Paraguay se iniciaba llena de sangrientas conmociones. Después de más de medio siglo de absoluta quietud, el Paraguay emprendía el aprendizaje a la libertad con grandes riesgos y sobresaltos. Los vencedores comenzaron a pensar si el Paraguay no sería más feliz bajo el régimen antiguo. O Novo Mundo, de Río de Janeiro, dijo: “La historia del Paraguay, desde la guerra de la Triple Alianza, nos muestra cuán ilusoria es la libertad en un país donde – el pueblo no gobierna para nada ni tiene la instrucción y civilización necesaria para ello. El Paraguay sería mucha más feliz bajo un gobierno fuerte cualquiera, que le diese paz o infundiese confianza general para la rehabilitación general del país”.

Fallo del presidente Hayes
Benjamín Aceval fue comisionado a Washington para defender los derechos del Paraguay. Saqueados los archivos paraguayos, el alegato tuvo que ser forzosamente pobre. Casi toda la prueba aducida fue sobre los territorios al sur del Pilcomayo, sujetos durante toda la época colonial al dominio paraguayo y donde a República mantuvo, desde 1811, numerosos fuertes y poblaciones hasta el Bermejo. También Aceval demostró el mejo derecho paraguayo sobre el territorio de Misiones, que en 1811 dependía de Asunción y que, por el Tratado Machaía-Irigoyen, el Paraguay había cedido a la Argentina. Con todo, el modesto alegato paraguayo bastó para destruir las pruebas argentinas. “Era tan pobre la documentación argentina – confesó uno de los diplomáticos argentinos – que hubo necesidad de buscar otros datos dentro del plazo apremiante del tratado”. Y el ministro García informó a su Gobierno que las pruebas paraguayas “vienen a destruir completamente la argumentación argentina sostenida en el Memorándum del general Mitre, Memoria del señor Carranza y escritos de los señores Trelles y Saravia”.
El presidente Hayes dictó su fallo el 12 de noviembre de 1877 en vista de las exposiciones y documentos presentados por García y Aceval. “Hago saber – decía – que yo, Rutherford B. Hayes, presidente de los Estados Unidos de América, habiendo tomado en debida consideración de referidas exposiciones y documentos, vengo a decidir por la presente que la expresada República del Paraguay tiene legal y justo título a dicho territorio situados entre los ríos Pilcomayo y Verde, así como a la Villa Occidental comprendida dentro de él”.

La Argentina entrega la Villa Occidental
El 25 de noviembre de 1878 iniciaba un nuevo periodo presidencial Cándido Barreiro. Su presidencia tuvo un comienzo trágico. El 31 de diciembre el ex presidente Cirilo Antonio Rivarola fue asesinado en las calles de Asunción. Poco después estaba un grupo revolucionario, conocido por el nombre del vapor Galileo, que trajo a los rebeldes, pero no tuvo éxito. En abril de 1879 el Congreso adoptó el Código Penal argentino, como la había dicho en el Civil, a libro cerrado.
El 14 de mayo de 1879 el Paraguay entró nuevamente en posesión de la Villa Occidental. Entre las fuerzas paraguayas y argentinas formadas, la bandera argentina, saludada con una salva de veintiún cañonazos, fue arriada para ser inmediatamente enarbolada la paraguaya, también saludada con una salva. El mismo día de las fuerzas argentinas abandonaban la Villa Occidental, que fue bautizada con el nombre del presidente Hayes. La guerra contra la Triple Alianza había terminado.

Bibliografia: Efraím Cardozo "Paraguay Independiente".

martes, 20 de julio de 2010

FRANCISCO SOLANO LÓPEZ Y LA GUERRA CONTRA LA TRIPLE ALIANZA

Asume el Gobierno el general López

De conformidad con las disposiciones de su extinto padre, el general Francisco Solano López asumió el poder y poco después convocó el Congreso para la designación de presidente efectivo. El Congreso se reunió el 16 de octubre de 1862. El único candidato visible era el propio general López, pero propuesta a la Asamblea por el diputado Nicolás Vázquez, otro diputado, José María Varela, manifestó sus dudas acerca de la legitimidad de su elección, teniendo en cuenta la Constitución del 44 que mandaba que “el gobierno de la República no será patrimonio de una familia”. De este modo se quería abrir paso al pensamiento de algunos sectores del Congreso de reformar la Constitución, sino para impedir la ascensión del general López, considerada inevitable, por lo menos para introducir algunas cláusulas liberales que coartaran los poderes casi ilimitados del presidente. El propósito, tímidamente esbozado, no pudo cristalizarse en una actitud firme, y satisfecho el mismo Varela de las explicaciones que escuchó, el Congreso designó, por unanimidad, presidente de la República al general López.

El primer acto de López fue ordenar la prisión del diputado Varela, y tiempo después mandó comparecer ante un tribunal, acusado de conspirar contra la Constitución del Estado y de promover “una revolución social, moral y política”, el Padre Fidel Maíz y al Presidente Suprema Corte, don Pedro Lezcano; se les condenó a cinco años de prisión, y propio hermano del presidente, Benigno López, por sus ideas liberales conocidas, se le atribuía la inspiración de la tentativa reformista, fue confinado al interior. López mostraba así su intención de no alterar el régimen político vigente y de gobernar sin admitir oposición alguna, sino con la dureza inhumana del doctor Francia, con la misma mano férrea de su padre.

Hubiera sido difícil oponerse a la ascensión del general López; aparte poseer, desde años antes de la muerte de su padre, muchos de los resortes de capitales del poder, era por su carácter orgulloso y enérgico, así como por su experiencia, el paraguayo de la época más capacitado para continuar la tradición gubernativa de sus antecesores. Organizador del Ejército, su contacto personal con las clases campesinas le había granjeado gran prestigio popular, que contrata con la silenciosa hostilidad de las capas sociales superiores.

La sociedad asunceña se resistió a admitirlo, no tanto por sus ideas políticas, como por su irregular vida doméstica. Quienes no quisieron exponerse a las represalias de Elisa Lynch, la compañera de López, del confinado lugar que había ocupado hasta entonces, pasaba al primer puesto de la sociedad, fueron a engrosar a Buenos Aires el antiguo núcleo de los emigrados, con tal motivo, volvieron a organizarse con fines revolucionario. López explicó a la actitud desdeñosa de la aristocracia extremando las medidas de rigor con los críticos del Gobierno e instaurando una política netamente popular. Estableció premios para los agricultores, envió estudiantes pobres a Europa, otorgó préstamos a los comerciantes modestos e implantó la costumbre de grandes y continuadas fiestas populares en las fechas nacionales, a las cuales agregó el aniversario de su ascensión al poder y el de su propio natalicio. Dio gran impulso a la construcción de ferrocarril, inició el tendido del telégrafo, hizo ensanchar los arsenales y la función de Yvycuí y planteó la ejecución de una completa transformación edilicia de Asunción. Bajo la dirección de arquitectos contratados en Europa se emprendió la construcción de monumentales edificios públicos, de los cuales el principal era el palacio destinado para su residencia.

Nueva política internacional

No sólo en la vida interna buscaba el nuevo presidente lauros para su nombre y prestigio para la nación. López meditaba, desde hacía tiempo, cambios fundamentales en la orientación internacional del Paraguay. Ya no creía compatible con los intereses y la dignidad nacional la política de prudente apartamiento de las cuestiones del Río de la Plata, instaurada por el dictador Francia y mantenida, casi invariablemente, por Carlos Antonio López. EL Paraguay, al cabo de tantos años de paz y de orden, había alcanzado un alto grado de progreso material y de poder militar, que le habilitaba para desempeñar un papel importante en el mantenimiento del statu quo imperante el Río de la Plata, al cual, según López debía en gran parte su independencia. “En tanto a mi país – había dicho en 1855 al estadista uruguayo Andrés Lamas cuando regresaba de Europa – si algún pensamiento lo agita es el de pensar en la política del Río de la Plata en un sentido pacífico y sin más propósito que el que se conserve el actual equilibrio, buscando en ello la garantía de su propia conservación y autonomía, beneficio que apeligrará el día en que el Brasil o la Argentina, los eternos rivales lleguen, uno u otro, a predominar, dedicadamente, sin control a esta región de América”. Era parte para que López alentara esa aspiración su temperamento personal. Amaba el brillo de la gloria y la quería ganar, sino en el campo de batalla, mediante el honroso papel de árbitro internacional del Río de la Plata, repitiendo su feliz experiencia de 1859. Creía servir de este modo, no sólo su anhelo de fama sino también la causa de la definitiva consolidación de la independencia nacional.

No se le ocultaba a López que para la ejecución de semejante plan, de tan vasta envergadura, era primordial buscar previamente un entendimiento con los dos grandes vecinos, el Brasil y la Argentina, con las cuales las relaciones del Paraguay, con motivo de las insolubles cuestiones de límites, se hallaban en un pie de bastante tirantez. Procuró en primer término, una inteligencia con el Brasil, pero los gobernantes brasileños no le tomaron en serio, mofándose de sus intenciones. Herido por este primer desaire que sufría, se dirigió entonces a Argentina, con cuyo presidente el general Bartolomé Mitre entabló, en términos muy cordiales, correspondencia confidencial encaminada a buscar bases de arreglo de la cuestión territorial y una eventual inteligencia política.

Ambiente hostil en Buenos Aires
Mitre, al revés de Gobierno brasileño, acogió amistosamente las intenciones de López, sobreponiéndose de este modo al ambiente que imperaba en Buenos Aires. Este ambiente era densamente hostil al Paraguay y a su Gobierno. “Estoy asombrado de que el Paraguay cuente con tan poco amigos más allá de sus propios límites”, había escrito el ministro norteamericano Mr. Washburn a su Gobierno al cabo de un breve viaje a Buenos Aires; y agregaba: “Se le considera como una especie de tierra incógnita, en donde uno puede aventurarse a entrar sólo a costa de grandes riesgos; y hasta donde pude colegir, era casi universal el sentimiento de que sería la cosa más afortunada que alguna potencia poderosa enviase aquí una fuerza que lo obligase a respetar las leyes de la hostilidad nacional e internacional”. En efecto, la prensa porteña, al publicar el “pliego de reserva” por el cual Francisco Solano López había sucedido a su padre en el poder, desató una violencia campaña contra el Gobierno paraguayo, predicando abiertamente una “guerra de liberación”.

Decía El Nacional: “El Paraguay debe ser un pueblo libre y gobernado por instituciones basadas en principios que garantan la vida y los derechos de los hombres. Si queremos salvar nuestras libertades y nuestro porvenir, tenemos el deber de ayudar a salvar al Paraguay, obligando a sus mandatarios a entrar en la senda de la civilización. La Nación Argentina, que acababa de ser fundado para servir de vocero oficial del gobierno del general Mitre, censuró los alcances de esa campaña: “Don Francisco Solano López – dijo – es hoy el árbitro de los destinos de un pueblo. En vez de llamarle tirano en la primera hora de su poder, cuando no sabemos aún cómo lo ejercerá; en vez de precipitarle al mal, anticipando la condenación al delito; en vez de despertar el espíritu sombrío con el grito de la amenaza y el rumor de la guerra, hablemos a los notables sentimientos del alma y descorramos el velo del magnífico porvenir que hoy se abre delante de un hombre”.

Las advertencias del diario oficial fueron poco escuchadas. La prensa porteña continuó su campaña contra el Gobierno paraguayo, extremándola cuando, a raíz de trascender detalles de la frustrada negociación de Río de Janeiro, circularon insistentes rumores de que López proyectaba coronarse Emperador. El ministro Washburn volvió a informar a su Gobierno: “La mezcla de enemistad y de desprecio que siente el pueblo de la República Argentina hacia el Paraguay, y especialmente hacia la dinastía de López, ha sido grandemente intensificada en los últimos tiempos por los rumores de que iba a efectuarse un cambio de Gobierno con la aplicación de un Imperio”.

Se perfila un entendimiento paraguayo-argentino
López en su correspondencia con Mitre, pasó por encima de la hostil actitud de la prensa porteña, que no motivó reclamación oficial alguna. A Mitre le satisfizo esta postura, así como el tono amistoso de las cartas de López, y por eso para paliar cualquier afecto que pudieran suscitar en el espíritu del gobernante paraguayo los continuados ataques periodísticos, contestó a la última carta: “Me felicito de que nuestra correspondencia confidencial se haya establecido bajo tan buenos auspicios y en términos tan cordiales, y me lisonjeo con la esperanza de que ella continuará en los mismos términos, fomentando eficazmente, a la par de recíproca estimación, las buenas y amistosas relaciones que deben existir entre dos pueblos hermanos ligados por tantos intereses. Por mi pate, mu anhelo es sincero y decidido, no sólo para mantener estas buenas relaciones y remover toda dificultad que en lo ulterior pudiera modificarlas o alterarlas, sino también para manchar de acuerdo en la cuestiones políticas que pudieran suscitarse en los países limítrofes, y que de alguna manera afectasen los intereses comunes de nuestras respectivas Repúblicas”. Mitre de este modo invitaba al Paraguay a una entente con miras al futuro, indudablemente dirigida a obtener una concordancia en el pleito político que amenazaba producirse en la Banda Oriental, pero también con orientación más amplia y conveniente al Paraguay, pues al encarecerle la necesidad del arreglo de la cuestión de límites le señalaba que su solución convenía “no solo para los intereses recíprocos de ambos países, sino para la posición ventajosa y desembarazada que les daría este arreglo para poder entrar en otros de igual naturaleza con nuestros limítrofes, que tienen fronteras comunes con el Paraguay y la República Argentina”. La alusión no podía ser más transparente.

La cuestión de límites con el Brasil, que también mantenía un litigio con la Argentina, transcurrió el último aplazamiento, podía ponerse de actualidad en cualquier momento, y en esta circunstancia nada más ventajoso para el Paraguay contar con la amistosa cooperación de la Argentina. López se apresuró a contestarle para reconocer la necesidad “de marchar de acuerdo en la cuestiones políticas que pudieran suscitarse en los países limítrofes y que de alguna manera pueden afectar los intereses de nuestras respectivas Repúblicas” y manifestándole su disposición de nombrar un plenipotenciario para tratar la cuestión de límites, propuesta esta última que fue aceptada por Mitre.

Uruguay busca la alianza paraguaya
Mientras se perfilaba un entendimiento paraguayo-argentino, en el Uruguay se produjeron acontecimientos graves que iban a frustrarlo. La lucha entre Buenos Aires y las provincias, cerrada en Pavón, había trasladado su escenario a la Banda Oriental, cuyos partidos políticos estaban íntimamente relacionados con los argentinos. Los blancos en el poder, entonces con Bernardo Berro en la presidencia, había cooperado con Urquiza hasta Cépeda, y frente a ellos estaban los colorados, cuyo jefe, el general Venancio Flores, combatió a las órdenes de Mitre y decidió la victoria de Pavón.

Después de larga y conocida gestación, los colorados iniciaron el 19 de abril de 1863 un movimiento revolucionario, con el apoyo de algunas autoridades argentinas y las simpatías de la prensa porteña. El partido que imperaba en Buenos Aires, para asegurar definitivamente el orden nacional establecido en Pavón, necesitaba un Gobierno amigo en el Uruguay y por eso estimuló calurosamente la empresa revolucionaria de Flores. Buenos Aires se convirtió en el cuartel general del Comité revolucionario, y de su puerto salían, a vista y paciencia de las autoridades, contingentes, armas y recursos destinados al general Flores.

El Gobierno Uruguayo, antes de estallar el movimiento revolucionario, en vez de buscar un apoyo en el Brasil, como hasta entonces había hecho, se propuso interesar al Paraguay a favor de su causa, ya que sabía a su nuevo gobernante ansioso de actuar en la política del Río de la Plata. Para tal efecto fue comisionado como ministro residente el doctor Octavio Lapido, con instrucciones del ministro de Relaciones Exteriores, doctor Juan José de Herrera, de señalar al presidente del Paraguay los peligros que se cernían sobre la independencia de uno y otro país con la nueva situación política imperante en la República Argentina.

Asegurando que los nuevos gobernantes argentinos abrigaban el pensamiento de reconstruir en antiguo Virreinato, según había declarado oficialmente al Gobierno del Perú y ya que ante el peligro común era necesario desplegar esfuerzos comunes, Lapido debía proponer una alianza ofensiva y defensiva, a la cual, según Herrera, se plegarían otros Estados de la Confederación Argentina. Herrera consideraba que el orden establecido por Buenos Aires después de Pavón era inestable y que particularmente Entre Ríos y Corrientes podrían separarse de la Confederación y establecer un nuevo Estado, y aun unirse para formar una sola República con el Uruguay y el Paraguay para esta eventualidad creía necesario que, de ante mano, estos dos países adoptasen una política uniforme.

El Gobierno paraguayo pide explicaciones al argentino
El 13 de julio de 1863 inició su misión el doctor Lapido, quien acusó al Gobierno argentino de ayudar al movimiento revolucionario con la mira de sojuzgar la independencia oriental y luego la del Paraguay. Sus primeros tanteos a favor de la alianza paraguayo-oriental para contrarrestar este peligro no encontraron acogida. El ministro de Relaciones Exteriores, don José Berges, le replicó que el Paraguay tenía elementos para contener cualquiera ataque contra su integridad territorial o su soberanía nacional y que sólo estaría dispuesto a celebrar con el Uruguay un tratado comercial. López ponía, en esos momentos, todas las esperanzas en las negociaciones confidenciales entabladas con Mitre, quien acababa de escribirle para anunciarle que el doctor Valentín Alsina había aceptado la plenipotencia especial, y sugerirle que Buenos Aires fuera la sede de las conferencias al par que le aseguraba la voluntad del Gobierno argentino de mantenerse neutral en la guerra civil uruguaya. Herrera, mientras tanto, instruía a Lapido para que no cejara en sus gestiones de alianza, pulsando a tal efecto la cuerda de la vanidad, a cuyos sones creía que López no podría resistir. “El gobierno del general López – escribió – sin duda destinado para gloria suya a hacer que la República del Paraguay ocupe en estas regiones el lugar que le corresponde por su derecho, por su fuerza y por la ilustración de una política previsora, tiene ya, sin mayor espera, un rol importante que asumir en el Río de la Plata”. Lapido, ampliamente documentado sobre la injerencia argentina a favor de la revolución encabezada por Flores, cuyo encumbramiento en el poder, según las sospechas de Herrera, iba a ser el primer paso hacia la anexión del Uruguay por la Argentina, insistió en su proposición de alianza. López se mostró firme en su negativa; pero en las denuncias que el Gobierno de Montevideo hacía de la intervención y de las intenciones de Buenos Aires en el conflicto oriental, encontró la ocasión que esperaba para terciar en los asuntos del Río de la Plata sin hacer causa común con uno de los bandos uruguayos y sólo a favor de un interés superior como era el mantenimiento del equilibrio internacional que, según las denuncias uruguayas, estaba seriamente amenazado por el Gobierno argentino. Lapido fue invitado a formular oficialmente sus acusaciones, y así lo hizo en nota del 2 de septiembre, a la cual acompañó, como anexos, análogo denuncia hecha por su Cancillería al ministro brasileño y al cuerpo diplomático.

Una vez en posesión de estos documentos, el ministro Berges se dirigió el 6 de septiembre de 1863 al Gobierno argentino en procura de explicaciones sobre los hechos denunciados por la Legación oriental, cerca de los cuales suspendía todo juicio. “El Gobierno abajo firmado – decía la nota paraguaya – que estima la política del Gobierno argentino elevada y sabia, confía apreciará justamente los efectos q ue produciría en el ánimo de todos los Gobiernos que fijan su atención en el Río de la Plata la convicción de su participación, aun indirecta, en los negocios internos de la República del Uruguay, cuya independencia garantizó por un tratado solemne y cuya existencia política es condición del equilibrio y de la paz que protege los intereses de todo en el Río de la Plata”.

De este modo, el Paraguay rompía su tradicional aislamiento diplomático y en nombre del principio del “equilibrio” en el Río de la Plata iniciaba una política que finalmente le iba a llevar a la catástrofe, en una guerra de exterminio y de destrucción, en que iba a tener en frente, no sólo a la Argentina, sino también al Brasil e incluso de cuya independencia se erigía en campeón.

La Argentina no da explicaciones
En un principio, el Gobierno argentino acogió con amistoso espíritu la petición de explicaciones formuladas por el Paraguay. Elizalde contestó a Berges con la promesa de satisfacer la demanda paraguaya, en la que veía “una prueba más de la amistad y benevolencia del Excmo. Señor Presidente de la República del Paraguay”. Y el presidente Mitre, prosiguiendo su correspondencia con López, si bien juzgó que su negociación que ambos gestaban debía quedar postergada hasta tanto encontrara solución el incidente promovido por la demanda de explicaciones, reconoció también que “en la forma de la explicación pedida por ese Gobierno hemos visto una prueba más de su lealtad y amistosos sentimientos hacia nosotros”.

El ánimo del Gobierno argentino varió radicalmente al cundir la versión de que el Paraguay no sólo había aceptado las proposiciones del Gobierno uruguayo de alianza contra Buenos Aires, sino que apoyaba proyectos de desintegración de la unidad argentina de acuerdo con Urquiza, a quien se atribuía el propósito de resucitar la Confederación, dejando fuera de ella, como antes de 1859, a Buenos Aires. Dio asidero a esa versión una carta del general Benjamín Virasoro, dirigida a Peñalosa, alias el Chacho, donde se aseguraba con un hecho “el pronunciamiento del capitán general (Urquiza) contra el poder opresor de los porteños” y se sostenía que “la gran cuestión de la separación de Buenos Aires” era el principio a proclamarse, hallándose comprometidos los Gobiernos del Paraguay y del Uruguay para apoyar esos principios “con todo el poder y recurso de que ambos pueden disponer, lo que hará que su decisión sea de breve tiempo”. El Gobierno de Buenos Aires ya no se mostró dispuesto a dar las explicaciones solicitadas por el Paraguay y desde ese momento se preparó a hacer frente a los designios que se atribuían a López y los elementos del Gobierno de Montevideo eran los primeros en dar como ciertos y propalarlos.

El Gobierno paraguayo no sólo no había escuchado los insistentes requerimiento de Lapido para concertar la alianza contra Buenos Aires, sino que echó en saco roto las insinuaciones de Urquiza de que fue mensajero del cónsul paraguayo en Paraná, José Rufo Caminos. Este aseguró en Asunción que si el pacto se firmaba, Urquiza tendría los elementos necesarios para ponerse al frente de un gran pronunciamiento “que dé por resultado la separación absoluta de Buenos Aires de las demás provincias de manera de resolver de acuerdo de Paraguay todas las cuestiones del Río de la Plata”; pero López no dio ninguna fe a su palabras, sobre todo después de haberle informado sus agentes en el Río de la Plata que eran muy remotas las posibilidades de que Urquiza encabezara con éxito un pronunciamiento de las provincias contra Buenos Aires.

Resuelto siempre a no adoptar ninguna actitud hostil a Buenos Aires, López rechazó airadamente la nueva proposición del Gobierno de Montevideo de que el Paraguay ocupara militarmente la isla Martín García, en apoyo de su nota del día 6 de setiembre que había encontrado “débil en el fondo y no bastante explícita en los términos”. Berges manifestó su sorpresa por esta insinuación al agente paraguayo en Montevideo, Juan José Brizuela. “¿Le parece a usted justo – le preguntaba – que al abrir lealmente una cuestión con el Gobierno argentino y pendiente su contestación, no apoderamos por sorpresa de esa isla? ¿Creen a caso que el Gobierno del Paraguay es un Gobierno de filibusteros?

López es rehusado como árbitro
La revelación de los manejos orientales en Asunción – que fue consecuencia de la nota paraguaya del 6 de septiembre – irritó a Buenos Aires, y a punto estuvieron de romperse las relaciones entre los Gobiernos de Mitre y Berro. Para evitarlo, y en vista de que el Paraguay no parecía dispuesto a lanzarse a la guerra a favor del Gobierno oriental, éste varió de conducta, y el 20 de octubre de 1863 se firmó en Buenos Aires un protocolo por el cual se cancelaron las reclamaciones contra la neutralidad argentina y se designaba al emperador del Brasil árbitro en las cuestiones que pudieran suscitarse en el porvenir.

El poderoso banquero brasileño Barón de Mauá, que tenía inversiones en el Río de la Plata, fue el artífice de este arreglo y se esforzó también con eficacia para que, con motivo de los sucesos orientales, antes que un enfriamiento peligroso, se produjera un entendimiento entre el Brasil y la Argentina. Obtuvo así que Elizalde formulara al ministro Loureiro, enviado especialmente para pedir explicaciones sobre los propósitos que abrigaba el Gobierno argentino respecto de la independencia uruguaya, la declaración de que ésta era un hecho que la República Argentina jamás desconocería. Desaparecido así todo motivo de fracción entre ambos Gobiernos, desde ese momento obraron con perfecta inteligencia, y en este entendimiento se esforzaron grandemente no sólo el ministro Loureiro y el Barón de Mauá, sino también el propio agente del Gobierno Oriental, Andrés Lamas, convencido de que la paz del Río de la Plata y a independencia del Uruguay no sería posible mantenerla sino gracias al entendimiento entre las grande naciones.

Mientras tanto el Paraguay insistía en su demanda de explicaciones y declaraba que no podía prescindir de ellas. Fue enviado en observación a las aguas del Río de la Plata el buque insignia Tacuarí, al propio tiempo que se ofrecía la mediación paraguaya para la solución pacífica de las cuestiones argentino-paraguayo, después de haber Lapido prometido a López la parte más honrosa de cualquier arreglo en el conflicto con Buenos Aires. El Gobierno de Montevideo solicitó entonces la modificación del protocolo del 20 de octubre para la inclusión del presidente del Paraguay como árbitro a la par del emperador del Brasil. Mitre no la aceptó, alegando que el protocolo, una vez ratificado, no admitía revisión, pero en realidad por estar convencido de que López había pactado secreto con los blancos para obrar contra Buenos Aires.

El propio representante uruguayo en Buenos Aires, doctor Lamas, encontró aventurado “el compromiso de dar al Paraguay, que ni por su posición geográfica, ni por la índole y estado de su organización social y política, puede ejercer, al menos por ahora, una acción directa y que pese materialmente en las cuestiones que aquí debatiéramos por las armas, y darle en concurrencia con otros Estados que están en buen diversas condiciones , y cuya acción también habíamos procurado, la parte más honrosa y expectable en relación de todos los demás Gobierno que se han interesado en nuestra paz”. “El Paraguay está lejos, señor – escribió a Herrera –; el Paraguay difícilmente mandará a sus ejércitos a respirar el aire y a beber las aguas del Río de la Plata”. Además, Lamas reputaba que “el arbitraje del Paraguay sobre cuestiones que podían ocurrir entre pueblos libres equivalía a que los pueblo libres fueran a buscar el verbo del derecho en la China”. El protocolo del 20 de octubre caducó y las relaciones argentino-uruguayas adquirieron nuevamente violento cariz, hasta llegarse poco después a la ruptura completa.

Comienzan los preparativos militares
López se sintió vivamente lastimado por la recusación de su nombre como árbitro, así como por el menosprecio en que, según la correspondencia de Lamas, puesta en su conocimiento por el mismo Gobierno del Uruguay, se le tenía al Paraguay. Dispuso que se reiterara la demanda de explicaciones al Gobierno argentino y que se formulara análoga demanda ante otros hechos denunciados por la Legación oriental “que parecen traer nuevas dudas sobre la neutralidad del Gobierno”. Quince días después se cursaba una nueva demanda de explicaciones con motivo de las fortificaciones de la isla Martín García y la concentración de efectivos militares a lo largo del litoral, al mismo tiempo que se llamaba la atención acerca de la falta de respuesta a las anteriores peticiones. “El silencio del Gobierno argentino no es amistoso – escribió Berges al político argentino doctor Torres – y puede considerarse ofensivo a la lealtad y franqueza de mi Gobierno, que por dignidad y decoro de país no puede esperar indefinidamente una contestación, y se verá tal vez obligado a tomar medidas para obtener las explicaciones que tan amistosamente ha pedido y le han sido ofrecidas por el Gabinete argentino”.

La falta de respuesta a las notas paraguaya obedecía a la prevención de que la actitud del Gobierno de Asunción no era la correcta y que sus gestiones no hacían sino disfrazar un acuerdo secreto con el Uruguay en contra del Gobierno argentino. Por eso, en vez de formular las explicaciones tan reiteradamente pedidas, el Gobierno argentino solicitó, como condición para contestar las notas paraguayas, ser impuesto de lo que el Gobierno oriental “haya solicitado o propuesto al del Paraguay, relativo a su política para con el Argentino”. La indignación de López al recibir esta comunicación fue grande. Berges contestó que lo que hubiere ocurrido entre los dos Gobiernos les era privativo, pero que, no obstante, para abundar en diferencia hacia el Gobierno argentino, les informaba que cuanto había solicitado el Uruguay fue la mediación paraguaya, pero insistiendo una vez más en solicitar las tan demoradas explicaciones.

El Tacuarí recibió orden de esperar en Buenos Aires la respuesta y se dieron las primeras órdenes para reunir efectivos militares. El encargado de negocios del Uruguay fue informado que si la respuesta argentina no satisfacía, era terminante la resolución del Gobierno Paraguayo de invadir la provincia de Corrientes. Berges escribió a Egusquiza: “La situación difícil en la que estamos con la República Argentina ha sido creada por ese Gobierno, situación peligrosa y estéril para ambos países, que puede hacernos olvidar nuestra política tradicional y turbar nuestra paz de medio siglo. Todo dependerá de la contestación que dé el Gobierno argentino a mi nota de hoy. Por lo demás, estamos ya decididos a asumir un rol, que haga más respetable a nuestro Gobierno y al pueblo paraguayo, y no preparamos a afrontar cualquiera resolución del Gobierno argentino. Ya se han dado órdenes para que se reúnan tropas licenciadas en Humaitá y en otros cuarteles de la Campaña. Lamento la posibilidad de un conflicto con una República vecina y hermana, pero necesaria es la guerra algunas veces, mucho más cuando se falta al respeto debido a nuestro Gobierno y se hiere la dignidad nacional”.

Mitre propone una misión confidencial
El doctor Lorenzo Torres, amigo particular de López, realizó oficialmente una gestión ante Mitre con el propósito de convencerle de la inexistencia de todo acuerdo entre Asunción y Montevideo, y Urquiza por su parte le dio a conocer su correspondencia con el Paraguay para desvanecer de su ánimo cualquier recelo acerca de sus relaciones con López. Éste probó la gestión de Torres y declaró a Mitre que “los principios de la más estricta neutralidad y de no injerencia aun oculta que todos los Gobiernos del Paraguay han observado desde su independencia en las cuestiones internas y externas de sus vecinos, forman también la base del actual Gobierno, que no halló todavía motivos suficientes para abandonar esa política tradicional”. Se sintió satisfecho Mitre por estas explicaciones y propuso entonces el envío del doctor Torres como agente confidencial, para solucionar el incidente previo de la demanda de explicaciones mediante el retiro de las notas cambiadas y mutuas explicaciones confidenciales y para entrar luego a negociar la cuestión de límites. Explicó a López que su intención no fue excluirle del protocolo del 20 de octubre, y que no negaba al Paraguay y a su Gobierno el derecho “que pueda tener en casos dados a influir de alguna manera en los sucesos que puedan desenvolverse en el Río de la Plata”. “A la cabeza de un pueblo tranquilo y laborioso que se va engrandeciendo por la paz y llamando en este sentido la atención del mundo; con medios poderosos de gobierno que saca de esa misma situación pacífica; respetado y estimado por todos los vecinos que cultivan con él relaciones proficuas de comercio; su política está trazada de antemano y su tarea es tal vez más fácil que las nuestras en estas regiones tempestuosas, como lo ha dicho muy bien el periódico inglés de esa ciudad, V. E. es el Leopoldo de estas regiones, cuyos vapores suben y bajan los ríos superiores, enarbolando la bandera pacífica del comercio, y cuya posición será tanto más alta y respetable cuanto más normalice ese modo de ser entre estos países”.

Al fin se aludía a las demandas de explicaciones, declarando el Gobierno argentino que nada obstaba a tener con el del Paraguay las más explícitas y deferentes y ratificar las seguridades antes dadas sobre la neutralidad en la guerra oriental. Se aseguraba que el armamento de Martín García y la concentración de tropas no eran sino “medidas precautorias”, que en nada afectaban las relaciones amistosas con el Paraguay y se hacía notar que por el protocolo del 20 de octubre el Gobierno uruguayo habían reconocido que eran infundadas e injustas sus acusaciones. En cuanto a las explicaciones, ellas eran prometidas para cuando concluyeran las gestiones conciliadoras que en esos mismos momentos realizaba el ministro británico Thornton cerca de ambos Gobiernos. Esta nota, aunque fechada con anterioridad a la última conminación paraguaya, llegó a Asunción después de expedida ésta, en cuya respuesta, de al que fue portador el Tacuarí, el Gobierno argentino se limitó a referirse a aquélla, prometiendo nuevamente “las mas deferentes y amplias explicaciones” para cuando concluyesen las negociaciones pendientes con el Gobierno oriental bajo los buenos auspicios del ministro inglés. Aunque esta respuesta no fue considerada enteramente satisfactoria, bastó para clamar la tensión.

El Paraguay prescinde de las explicaciones
El 26 de enero de 1864 el ministro Thorton, fracasados sus empeños de conciliación, dejó sin efectos sus buenos oficios, pero el Gobierno argentino no condescendió a proporcionar las explicaciones solicitadas por el Paraguay y que había condicionado a la conclusión de aquellas negociaciones. López envió entonces una última nota a Elizalde que, después de recapacitar todas sus anteriores, declaraba que, colocado el Gobierno paraguayo en la necesidad de prescindir de las explicaciones amistosas solicitadas, “en adelante a tenderá sólo a sus propios inspiraciones sobre el alcance de los hechos que pueden comprometer la ciudadanía del Estado Oriental, y cuya suerte no le es permitido ser indiferente ni por la dignidad nacional ni por sus propios intereses del Río de la Plata”. Paralelamente, López escribió una extensa carta a Mitre en que anotó que en ninguna de sus notas había el Gobierno paraguayo apuntado los hechos sobre que pidió explicaciones como convicción suya, “sino como cargos que el Gobierno oriental hacía como contrarios a la neutralidad argentina”, y reveló su poca simpatía por las misiones confidenciales, considerando que la que se quería confiar al doctor Torres sería inoficiosa si la nota del 31 de diciembre hubiera sido ampliada. López seguía esperando que Mitre se decidiera por esta misión “sencilla y regular” en la demanda de explicaciones.

La nota oficial no fue contestada, y la respuesta que Mitre escribió para la carta particular de López no fue enviada a su destino. Las comunicaciones entre ambos Gobiernos quedaron de hecho interrumpidas, pues la Argentina no tenía representante diplomático en Asunción y el agente confidencial del Paraguay en Buenos Aires, Félix Egusquiza, no era reconocido como tal y no mantenía ninguna vinculación directa con los hombres del Gobierno.

Salía muy malparado el Paraguay en esta su primera incursión en la política del Río de la Plata. El Gobierno argentino, con firmeza y constancia, se había negado a reconocerle la personería que pretendía para intervenir en los asuntos políticos de la región, ni siquiera para satisfacer las reclamaciones del amor propio y de la dignidad nacional tan reiteradamente ofendida, e indiferente a los rencores que tal actitud depositaba en el corazón del humillado gobernante paraguayo. Brito del Pino informó a su Gobierno: “Estos hombres están dispuestos a todo, hasta a desembarcar diez o doce mil hombres en Buenos Aires si fuese preciso. Ustedes deben sacar todo el partido posible de la manera con que se presenta el Paraguay. Mitre no puede llevarles ni les llevará la guerra. Toca y corresponde al Gobierno oriental mantenerse firme, mostrándose enérgico en todas las cuestiones presentes y que en adelante se susciten con el Gobierno argentino. El Paraguay ha asumido al fin la actitud que usted deseaba. Ya no se le puede pedir o exigir más. Ha dado cuanto podía”.

Efectivamente, grandes aprestos militares fueron iniciados simultáneamente con el envío de la última nota al Gobierno argentino. Se expidió una orden de conscripción general, y López, personalmente, organizó el gran campamento de Cerro León. Berges, por ese tiempo, escribió a su agente en Buenos Aires: “Por fil todo el país se va militarizando, y crea usted que nos pondremos en estado de hacer oír la voz del Gobierno paraguayo en los sucesos que se desenvuelven en el Río de la Plata”.

Incidente en el Gobierno del Uruguay
Los uruguayos procuraron con fruición sacar provecho de la honda desinteligencia que se había producido entre Buenos Aires y Asunción. Pero López quería rumiar solo sus resentimientos y preparar sin compañías el desquite. Cada día deseaba saber menos del Gobierno de Montevideo, a cuyo inconsistente y versátil política cobró horror y desprecio. Lapido se había ausentado y Berges no reconoció personalidad suficiente al encargado de negocios, Brito del Pino, para tratar asuntos políticos. Eludió dar respuesta concreta a las desesperadas y directas incitaciones de Herrera para que se decidiera a discutir la alianza tantas veces pedida, alegando primero la vacancia de la Legación oriental y luego la inminencia del cambio presidencial en el Uruguay. Poco antes de terminar el presidente Berro su período, un incidente producido en el puerto de Montevideo estuvo a punto de motivar la ruptura de relaciones entre ambos países. El Paraguarí, barco de la flota paraguaya que conducía a bordo a varios desterrados uruguayos, fue detenido y revisado por fuerzas militares, hecho que motivó la protesta y del disgusto del Gobierno paraguayo. El Semanario desató una campaña virulenta contra las autoridades uruguayas y la carta que el nuevo presidente Atanasio C. Aguirre dirigió a López comunicándole su ascensión al poder y su propósito y de persistir en las gestiones iniciadas por su antecesor para encontrar un acuerdo perdurable con el Paraguay, casi quedó sin respuesta.

En su tardía contestación, López lamentó el incidente del Paraguarí y terminantemente declaró que a su Gobierno no le sería lícito continuar ocupándose con el del Uruguay “de aquello que seriamente está comprometido en la actualidad del Río de la Plata” mientras no le fuera proporcionada la precisa satisfacción que había solicitado. Las explicaciones de Herrera, primero privadas y luego oficiales, en vez de liquidar el incidente, empeoraron la situación, hasta el punto de que el encargado de negocios tuvo la impresión de que la voluntad paraguaya de desentenderse de las cuestiones orientales era terminante y dio como un hecho el acercamiento con el Gobierno argentino. Escribió a Herrera: “Prescindiendo de los aprestos y trabajos que se hacen por una y otra parte, parecería que las relaciones de los generales Mitre y López están bajo el pie de la mejor armonía y de la más perfecta cordialidad”. Y Berges escribió a Brizuela: “Viva usted persuadido que tan buena voluntad nos tienen los orientales como los porteños, y que es preciso precaverse de los unos y de los otros”.

El Brasil interviene en los sucesos orientales
En el Brasil, desde 1862 estaban los liberales en el poder. En su seno la cuestión oriental agitaba los ánimos. Desde la oposición había reclamado una más enérgica actuación del Brasil en las cuestiones que se debatían en el Río de la Plata, tachando la política de los conservadores de imprevisora y aun de criminal. Cuando a principios de 1864 apareció en la Corte el poderoso caudillo riograndense Antonio de Souza Netto, su campaña a favor de una intervención brasileña en el Estado Oriental encontró amplio eco en la prensa liberal y en el Parlamento. Souza Netto era amigo de Flores y había apoyado su movimiento revolucionario con hombres y recursos. Su gestión tenía por objeto respaldar ese apoyo con el Gobierno imperial y el pretexto que para ello encontraba era la no satisfacción de innumerables reclamaciones que el Brasil había hecho a los diversos Gobiernos uruguayos, desde el año 1852, por tropelías sufridas por súbditos brasileños durante los disturbios políticos en el país oriental.

El asunto fue llevado a las Cámaras, donde el Gobierno fue interpelado el 5 de abril por Ferreira de Veiga, quien descubrió los dantescos horrores sufridos por los brasileños en el Uruguay. “Y el Gabinete – afirmó – se conserva mudo y quieto ante la desgracia de tantos miles de brasileros; no comprende o no quiere comprender la noble misión que Dios dio al Brasil señalándole para ser la primera potencia de la América del Sur”. Las Cámaras se pronunciaron casi unánimemente a favor de una intervención, y al cabo de largos y ardorosos debates, el Gobierno prometió presentar prontamente al Uruguay una demanda perentoria de “restitución, reparación y garantías”.

Fue elegido para esta misión ante el Gobierno uruguayo el consejero José Antonio Saraiva, quien el 20 de abril de 1864 recibió instrucciones para exigir en Montevideo el castigo de cuantos desde 1852 habían atentado contra súbditos brasileños, la reparación de los daños y la adopción de medidas destinadas a impedir la repetición de atropellos en el futuro. Saraiva debía prevenir al Gobierno de Montevideo que fuerzas suficientes eran situada sobre la frontera, para impedir el paso de contingentes destinados al general Flores y “para proteger la vida, la honra y la propiedad de los súbditos del Imperio si, contra lo que es de esperar, el Gobierno de la República, desatendiendo éste último llamamiento, no quiera o no pueda hacerlo por sí mismo”.

Misión Saraiva en el Uruguay
Al mismo tiempo que Saraiva llegaba a Montevideo apareció frente a ese puerto una poderosa escuadra al mando del vicealmirante Barón de Tamandaré, con el ostensible designio de apoyar las demandas del enviado especial. La opinión pública de Buenos Aires comenzó a inquietarse ante el extraordinario apresto de fuerzas que no coincidía con los propósitos atribuidos oficialmente a la misión de pedir satisfacciones por desmanes sufridos por brasileños. La Nación Argentina se hizo eco de esa inquietud. Dijo: “Ni al aparato, ni al carácter de la misión brasileña responden al objeto que se propone. De ahí la alarma con que ha sido recibida la misión Saraiva, en cuyo último término se han provisto dificultades internacionales que no se podrán determinar claramente”.

A pesar de que el ministro de Buenos Aires, Pereira Leal, aseguró a Saraiva que el Gobierno argentino no opondría ningún obstáculo al cumplimiento de su misión en el Uruguay, en enviado brasileño, dando la importancia debida a la opinión argentina, que se sentía alarmada por la intrusión del Imperio en la Banda Oriental, creyó necesaria contrarrestarla, antes de cumplir sus instrucciones, por medio de un acuerdo con el Gobierno del general Mitre, para la pacificación y aun para la ocupación del territorio oriental. Saraiva consideró esencial ese entendimiento previo, contrariamente a su Gobierno, que deseaba actuar solo en el Uruguay. “Sin alianza – escribió – todos nos contrariará. Con la alianza de Buenos Aires, todo nos será fácil. Es necesario, pues, adquirirla o prepararnos para grandes sacrificios”. Pidió que sus poderes fueran extendidos hasta el Gobierno argentino y que también se le habilitara para entenderse con el Paraguay, “pues pueden de improviso surgir de allí dificultades”. El Gobierno de Río se rindió a las razones de Saraiva y le otorgó los poderes solicitados para buscar el entendimiento con la Argentina, pero se mantuvo en su decisión de ignorar la actitud que el Paraguay había asumido frente a los sucesos del Estado Oriental.

Vázquez Sagastume llega en comisión al Paraguay
Si el Brasil relegaba al Paraguay, allí estaba el Gobierno de Montevideo para recordarle a López la existencia de la crisis oriental y la doctrina del equilibrio que había proclamado y que parecía olvidada. El 1º de mayo del año 1864 Herrera entregó sus instrucciones al nuevo ministro ante el Gobierno paraguayo, José Vázquez Sagastume, quien debía señalar en Asunción que los peligros contra la independencia uruguaya que motivaron aquella declaración, en su vez disminuir, habían aumentado. “Ya no es solamente la República Argentina – rezaban esas instrucciones, es también el Brasil y obrando concertadamente”. Seguía haciendo Herrera: “La actitud del Paraguay debe tornarse más seria, más importante, no debiendo dejarse ganar por los sucesos que acaso lo envuelven a la par nuestra. En la vía ya trazada por esos actos practicados en compañerismo con nosotros es ya tarde la inacción y es ya imposible el retroceso”.

Vázquez Sagastume debía solicitar del Gobierno paraguayo una gestión diplomática ante el Brasil, análoga a la que se había realizado con la Argentina, apoyada por el envío de buques de guerra en las aguas del Uruguay y del Plata y por el desembarco de 2000 soldados paraguayos en el litoral oriental. El nuevo ministro uruguayo halló a López irritado por el incidente del vapor Tacuarí. Vázquez Sagastume temió no ser recibido por el presidente, y cuando lo fue, las palabras de López estuvieron lejos de corresponder a la cordialidad exuberante de las suyas. Antes de iniciar su gestión debió dar amplia satisfacciones sobre lo del Paraguarí. Encontró a López muy inclinado a buscar un acuerdo con Mitre. La situación no era propicia para exponer las pretensiones de su Gobierno y ni siquiera hizo una exploración sobre su posibilidad. En cambio se entregó, con verdadera fruición, a la tarea de sembrar en el espíritu de López amargas desconfianzas. Seguía instrucciones de Herrera, a quienes escribió: “Las recomendaciones que me haces sobre la convivencia de inspirar temores al Paraguay sobre el concierto argentino-brasileño, han sido llenadas cumplidamente”.

Efectivamente, Berges escribió al representante paraguayo en Francia que el Brasil y la Argentina habían organizado un intervención armada en el Estado Oriental, y agregaba: “Esta combinación entre el vecino Imperio y la República Argentina es considerada con tendencia a la anexión del Estado Oriental y atentaría a la independencia de nuestro país”.

Se rechaza la mediación del Paraguay
López, obsesionado por la idea de desempeñar algún importante papel en el Río de la Plata, antes de ser parte en el conflicto que se perfilaba entre el Imperio y el Uruguay, seguía prefiriendo el papel honorable de juez. Vázquez Sagastume vio en ello la oportunidad de arrastrar a López al bando de Gobierno oriental, persuadido de la decisión brasileña de rehusar la interposición del Paraguay. Sin estar autorizado, el 13 de junio solicitó formalmente la mediación del Paraguay entre su país y el Brasil. El 17 López accedió a la solicitud y despacho un mensajero especial a Río de Janeiro para informar al Gobierno Imperial que había aceptado la misión mediadora. Sagastume informó a Herrera de la demanda de mediación, y éste quedó sorprendido cuando se enteró de sus gestiones. Pero ellas sólo buscaban obligar al Paraguay a tomar partido a favor del Gobierno oriental. La mediación según el criterio de Sagastume, tendría por objeto separar el Paraguay de Buenos Aires y al mismo tiempo arrojarlo contra el Brasil, al desechar la mediación paraguaya, obligaría a López a hacer causa común con el Uruguay.

Las predicciones de Sagastume fueron confirmadas en cuanto a la acogida que encontraría el ofrecimiento paraguayo en el Brasil. El Imperio la rehusó, pero el Gobierno oriental tampoco la aceptó alegando que la situación se había despejado. La verdad era que la mediación paraguaya fue ofrecida en el mismo momento en que una de las partes en conflicto, el Brasil, actuaba como mediador en los asuntos internos de la otra parte y con aquiescencia de ésta. El Gobierno uruguayo ponía sus mayores esperanzas en esta mediación para restablecer la paz interna, al haber aceptado al Brasil como mediador, implícitamente reconocía que con ese país no mantenía ninguna diferencia. Mal, pues podía aceptar la mediación paraguaya.

La mediación que procuraba la paz interna en el Uruguay estuvo a cargo del ministro de Relaciones Exteriores de la Argentina, doctor Elizalde, del plenipotenciario brasileño Saraiva y del ministro británico Thorton. En Puntas del Rosario tuvieron efecto las conversaciones con el general Flores.

Aparte de la pasificación del Estado Oriental, Elizalde, Saravia y Flores trataron de la futura política del Río de la Plata. Saravia aseguró que era patente la alianza entre López, Urquiza y el partido blanco de Montevideo y obtuvo que allí mismo se fijaran las bases de otra triple alianza para contrarrestarla. Semejante acuerdo se produjo cuando el Paraguay, contra quien iba dirigido, se consideraba más que nunca desvinculado del Gobierno oriental, disgustado profundamente por sus veleidades y por el nuevo desaire que acababa de sufrir. “Ud. Conoce – escribía Berges a Eguzquiza – la marcha poco delicada que ha seguido respecto de nosotros el Gobierno oriental, hasta el último caso de desechar la mediación ofrecida por este Gobierno para el arreglo de sus cuestiones con el Brasil. Este paso inesperado nos ha cerrado el camino para tener injerencia en los sucesos del Estado Oriental.

Misión confidencial de Carreras
Una vez más parecía cerrado a cal y canto el acceso del Paraguay a los asuntos del Río de la Plata y fracasado el intento de López de romper el aislamiento nacional. Los blancos se encargaron de reabrir el camino. Fracasada la mediación Thornton-Elizalde-Saravia, por la negativa del presidente Aguirre a modificar su Gabinete, nuevamente pensaron en el Paraguay. Fue comisionado como agente confidencial ante López el más intransigente de los dirigentes blancos, Antonio de las Carreras. “Este Gobierno – rezaba sus instrucciones – necesita saber definitivamente, a fin de no exponer interés nacionales basado ulterior conducta en suposiciones y esperanzas, por muy halagadoras que sean, cuál es el género de apoyo que debe esperar inmediatamente el Gobierno del Paraguay, y cuál el auxilio que, llegado el caso de obrar, estaría el mismo Gobierno resuelto a prestarle”.

El 1º de agosto de 1864, después de conversar con López, de las Carreras presentó a Berges un extenso documento en que denunciaba el concierto de la Argentina y del Brasil para atentar contra la independencia del Uruguay y del Paraguay, “aún cuando parezca difícil e imposible un acuerdo entre esos Gobiernos, por la dificultad de dividirse la presa”. Se refería particularmente al “pensamiento que a tiempo halaga al espíritu del general Mitre y de los que los que lo acompañan en esos locos ensueños de extender los límites de la República Argentina hasta fronteras del Brasil y de Bolivia”. Para evitar la consumación del plan era necesario aniquilar el “maléfico poder” de Buenos Aires, dejando que las demás provincias se constituyesen en cuerpo separado. Señalaba Carreras que una liga entre el Paraguay, Entre Ríos y Corrientes ofrecería un poder nunca visto en el Río de la Plata y aseguraba que Urquiza estaba dispuesto a concurrir a su realización.

López no estaba de humor para escuchar a Montevideo después de haber rechazado su propia mediación el propio Gobierno uruguayo. Las proposiciones de Carreras fueron reputadas más exigentes que las de Lapido, y quedaron sin ser consideradas con el pretexto de que entrañaban resoluciones de un carácter serio y grave, más propia de negociaciones oficiales que de gestiones confidenciales. Carrera regresó a Montevideo, convencido de que, en tanto no se introdujeran cambios fundamentales en el Gabinete oriental, el Paraguay no prestaría su apoyo a la causa política defendida por el partido blanco. Se puso a la tarea de socavar los cimientos del Gabinete de Herrera hasta obtener su substitución por otro, que él mismo encabezó, y que estaba integrado por las figuras más intransigentes del partido blanco. Carrera arguyó que éste era el precio que López exigía para aliarse con Montevideo, pero López aseguró terminantemente que no era su propósito intervenir en la política interna uruguaya, persistiendo en su primitivo propósito de no asumir ningún compromiso con el Gobierno de Montevideo.

Ultimátum de Saravia al Gobierno uruguayo
Las gestiones de Saravia para obtener del Gobierno uruguayo satisfacción a las reclamaciones del Gobierno imperial no alcanzaron éxito, por lo cual creyó llegado el momento de apelar a las represalias previstas en sus instrucciones. Pero antes de recurrir a ellas, se trasladó nuevamente a Buenos Aires para asegurarse la indispensable buena voluntad del Gobierno argentino. Encontró a Mitre al parecer convencido de los rumores que circulaban cerca de un inteligencia de los blancos en el Paraguay. “¿Cuáles serían las intensiones del Gobierno oriental – dijo Mitre a Saravia – al procurar la alianza del Paraguay? naturalmente oponerse al Brasil y a la República, cuya liga es fundada en intereses recíprocos. Así, agregó, prepárense acontecimientos graves en los cuales la República Argentina tomará con el Brasil la posición que los hechos le aconsejen”. Aunque Saravia no logró arrastrar al Gobierno argentino a una abierta cooperación armada que se proyectaba en el Uruguay, consiguió su aquiescencia para proceder libremente.

Sólo después de haber asegurado la benévola actitud argentina, el 4 de agosto de 1864 Sarabia presentó al Gobierno uruguayo el ultimátum previsto en sus instrucciones. Se le conminaba a acceder en el plazo perentorio de seis días a todas las reclamaciones del Imperio. En caso de no ser aceptadas, “las fuerzas del ejército brasileño estacionadas en la frontera recibirán orden de proceder a represalias, siempre que los súbditos de Su Majestad fuesen violentados o se amenazase su vida y seguridad, incumbiendo al respectivo comandante disponer, en la forma más conveniente y eficaz, la clase de protección que ellos necesitasen”.

El Gabinete de Montevideo devolvió el ultimátum. Saravia dio por terminada su misión y abandonó la capital uruguaya, dejando en manos del almirante Tamandaré, jefe de la escuadra, el cumplimiento de las amenazas. Se trasladó en Buenos Aires, donde el 22 de agosto formó con Elizalde un protocolo que consagraba la entente brasileñoargentina. Ambos Gobiernos reconocieron que la “paz de la República Oriental del Uruguay es la condición indispensable para la conclusión completa y satisfactoria de sus cuestiones y dificultades internacionales con la misma República”, y declaraban que el Brasil y la Argentina, como naciones soberanas e independientes, podían en sus relaciones con el Uruguay “proceder en los casos de desinteligencia como proceden todas las naciones usando de los medios para dirimirlas que se conocen lícitos por el derecho de gentes, con la sola limitación de que, cualquiera que sea el resultado que el empleo de estos medios produzca, siempre tiene que ser respetados los tratados que garanten la independencia, integridad territorial y soberanía de esa República”. Por la cláusula final ambos países se prometieron mutuo apoyo en sus esfuerzos para obtener el arreglo de sus controversias respectivas con el Gobierno de Uruguay.

El Uruguay pode la intervención del Paraguay
El 24 de agosto llegó a conocimiento de López el ultimátum brasileño. El documento de Saravia parecía confirmar las reiteradas denuncias de la diplomacia oriental de que el Brasil y la Argentina se estaban poniendo de acuerdo para sojuzgar el Uruguay y quizás también el Paraguay. “De grande significación – comentó El Semanario – se va haciendo para los interese vitales de la República ese embrión de planes misteriosos en la velocidad, que no tardarán en develarse, cuando por otra parte la prensa bonaerense no se cansa de injuriarla en sus leyes, costumbres y Gobiernos; y cuando existen pendientes cuestiones de límites con los vecinos que han manifestado ya sus exageradas pretensiones en la materia, sería una nimiedad pueril esperar con los brazos cruzados la feliz terminación de este estado de cosas”.

El ministro británico en Buenos Aires, Thornton, que acababa de llegar a Asunción, en vano procuró disuadir a López de sus sospechas y justificar la actitud del Brasil. “Manifesté – informó a su Gobierno – mi convicción de que el Brasil, al menos por ahora, no tenía la intención de procurar absorber o atacar la independencia de la República Oriental, y que yo consideraba que toda nación tiene el derecho inherente de insistir en que le den satisfacción por daños hechos a sus súbditos, aunque fuese a expensas de la guerra o de la ocupación temporal del territorio perteneciente al agresor”. Pero López estaba convencido de que el Brasil, de consuno con la Argentina, estaba por avasallar la independencia oriental, y ni el Gobierno argentino se preocupaba en desvanecer estas provincias, ni el nuevo ministro del Brasil, César Sauvan Vianna de Lima, también recién llegado, hizo el menor esfuerzo para persuadir al Gobierno paraguayo que su país se proponía respetar la independencia del Uruguay. Sólo actuaba, con incansable afán, el ministro oriental, Vázquez de Sagastume, quien, el 25 de agosto, se dirigió oficialmente al Gobierno paraguayo poniendo en su conocimiento el texto del ultimátum brasileño y pidiendo la intervención paraguaya para evitar que se consumara los propósitos atribuidos al Brasil.

Se formula un contraultimátum al Brasil
Resuelto López a interponerse entre el Brasil y el Uruguay, como lo pedía el Gobierno de Montevideo, el 30 de agosto de 1864, el ministro Berges dirigió una extensa nota al ministro del Imperio, para formular, con motivo del ultimátum de Saravia, que le había sido comunicado por la Legación uruguaya y que le había causado penosa impresión, la siguiente terminante declaración oficial: “El Gobierno de la República del Paraguay deplora profundamente que el de S.E haya creído oportuno separarse en esta ocasión de la política de moderación en que debía confiar ahora más que nunca, después de la adhesión a las estipulaciones del Congreso de París; pero no puede mirar con indiferencia ni menos consentir que en ejecución de la alternativa del ultimátum imperial las fuerzas brasileñas, ya sean navales o terrestres, ocupen parte del territorio de la República Orienta de Uruguay, ni temporaria ni permanentemente; y S.E el Señor Presidente de la República ha ordenado al bajo firmado declare a V.E como representante de S.M. el Emperador de Brasil: que el Gobierno de la República considera cualquiera ocupación del territorio oriental por fuerzas imperiales por los motivos consignados en el ultimátum del 4 de este mes, intimado al Gobierno oriental por el ministro plenipotenciario del emperador, en misión especial cerca de aquel Gobierno, como atentatorio al equilibrio de los Estados del Plata, que interesa a la República del Paraguay como garantía de su seguridad, paz y prosperidad, y que protesta de la manera más solemne contra el acto, descargándose desde luego de toda responsabilidad de las autoridades de la presente declaración”.

López puso especial cuidado en aclarar que la actitud que acababa de asumir el Paraguay frente al Brasil, aunque lo fuera con motivo de las requisitorias del Gobierno oriental, no entrañaba acuerdo alguno con ese Gobierno, y sólo atendía a los intereses y conveniencias del Paraguay. El mismo día en que fue enviada la protesta al Brasil, Berges dirigió al ministro oriental, que aguardaba muy otra cosa, una extensa “nota conmemorativa” redactada con actitud, en que se recordaban, una por una, las tentativas uruguayas para arrastrar al Paraguay a una alianza contra Buenos Aires y aun sus planes contrarios a la unidad argentina, y se recriminaban las inconsecuencias del Gobierno oriental en cada una de las medidas rehusadas, el incidente del Paraguarí y el olvido en que el Paraguay había sido tenido en las diversas gestiones pacificadoras, para terminar declarando que a pesar de las dificultades creadas por esos motivos no había menguado el interés del Gobierno del Paraguay, pero que no hallaba oportuno intervenir en las dificultades con el Gobierno imperial, procurando de consuno con el Gobierno oriental, como lo pidió Vázquez Sagastume, los medios de salvar los derechos y la soberanía del pueblo oriental, “pero que siendo estas calidades condición necesaria del equilibrio del Río de la Plata, y este principio de su política y prosperidad, se reservar alcanzar este resultado con su acción independiente, agradeciendo al Gobierno de V.E. la honrosa confianza depositada en su sentimiento de amistad hacia el pueblo oriental”. Y al día siguiente la nota era publicada en El Semanario.

López anuncia la guerra si Brasil no sede
A la protesta paraguaya el ministro del Brasil contestó justificando la conducta de su Gobierno, cuya respuesta difería, pero adelantando que “ninguna consideración lo hará detenerse en el desempeño de la sagrada misión que le incumbe de proteger la vida, la hora y prosperidad de los súbditos de S.M. el Emperador”. López anunció entonces que el Paraguay recurriría a la guerra si el Brasil no atendía su protesta. En una manifestación de adhesión popular que se llevó el 12 de setiembre, declaró; “En el desempeño de mis primeros deberes es que he llamado la atención del Emperador del Brasil sobre su política en el Río de la Plata, y todavía quiero esperar que apreciando la nueva prueba de moderación y amistad que le ofrezco, mi voz no será desoída; pero si desgraciadamente no fuese así, y mis esperanzas fueran fallidas, apelaré a vuestro concurso, cierto de que la patriótica decisión de que estáis animados no ha de faltarme para el triunfo de la causa nacional, por grandes pueden ser los sacrificios que la Patria demande de sus hijos”. Y agregó: “El Paraguay no debe aceptar por más tiempo la prescindencia que siempre se ha hecho de su concurso al agitarse en los Estados vecinos cuestiones internacionales que han influido más o menos directamente en menoscabo de sus más caros derechos”.

Por su parte Berges aseguró a Eguzquiza que “nunca será tratada de vacilante la política de S.E. el Señor Presidente López si los brasileños ocupan el territorio oriental”. Y coincidiendo en un todo con las expresiones de López cuando indicaba los móviles que impulsaban la acción paraguaya, decía: “Por otra parte, es tiempo de desechar el humilde rol que hemos jugado en esta parte de América, porque esta prescindencia que siempre han hecho de nosotros para toda clase de cuestiones, en perjuicio tal vez de los interese generales del Paraguay, está desautorizada por el adelanto y prosperidad de la República, y sobre todo por el entusiasmo y la unión de sus habitantes”.

López se puso personalmente al frente del principal núcleo de las tropas, en el campamento de Cerro León. En todo el país ya había más de cincuenta mil hombres alistados en armas. Re respiraba una atmósfera de guerra. Los arsenales desplegaban intensa actividad. De todo el país llegaron mensajes de adhesión a la política del Gobierno. El Semanario se encargó de atizar el fuego de los viejos odios al Brasil. El ministro británico en Buenos Aries, Thornton, no dio, sin embargo, transcendencia internacional a esos preparativos. “La razón para esta medidas – informó a su Gobierno – es la actitud hostil de Brasil hacia la República del Uruguay, pero yo sospecho que el motivo principal es el temor que tiene el Presidente que estalle una revolución en su propia tierra”. Mr. Thornton, en lo más agudo de la crisis, regresó a Buenos Aires, y en vez de organizar alguna mediación que procurase evitar el inminente estallido de la guerra, se dedicó a propalar versiones nada halagüeñas sobre la situación política paraguaya, que la prensa porteña recogió con grado para intensificar sus campañas contra el Gobierno de López.

Uruguay sugiere un ataque sin declaración de guerra
El primer incidente serio entre el Brasil y el Uruguay se produjo en los primeros días de septiembre. El valor oriental Villa del Salto fue atacado e incendiado por una corbeta brasileña, y el Gobierno de Montevideo entregó sus pasaportes al ministro del Imperio y declaró rotas las relaciones. El Gobierno paraguayo no creyó llegado el momento de hacer efectiva su protesta. López se limitó a expresar al ministro Vianna de Lima la impresión que había ocasionado el suceso a su Gobierno y a corroborar las declaraciones del 30 de agosto y el de 3 de septiembre.

No satisfizo al Gobierno uruguayo la actitud del Paraguay que reputó débil e indecisa. Vázquez, en un largo despacho, procuró convencer a Berges que el Brasil no solo había desatinado la “justa amonestación del Paraguay”, sino que había procedido con descortesía, y que esta conducta robustecía el derecho con que el Paraguay podía ejecutar su protesta del 30 de agosto. Sugirió que el Paraguay, sin pérdida de tiempo, enviase 4.000 soldados a guarnecer Montevideo e iniciara las hostilidades contra el Brasil. “Una declaración de guerra al Brasil – decía – previa a los operarios, pudiera ocasionar precipitación para tomar defensa ventajosa y ganar así posiciones. El Gobierno del Paraguay estaría en su derecho para invadir al Brasil en silencio”.

López rechazó la insinuación de Vázquez Sagastume. Incluyó a Berges para que se le contestara que el Paraguay se hallaba resuelto a obrar independientemente del Gobierno oriental en la cuestión promovida al Imperio. “La posición aislada del Paraguay – decía – no era por su culpa”. Continuaba, pues, siendo totalmente ajena a los planes de Gobierno paraguayo la idea.

No obstante, el Gobierno oriental, conociendo la posición adoptada por el Paraguay frente al Brasil, ya no se mostró accesible a ninguna conciliación y desde ese momento buscó abiertamente la guerra. El Imperio, por su parte, contando con la benevolencia oficial argentina, no se arredró en su decisión de llevar adelante sus planes y siguió despreciando la actitud paraguaya. La diplomacia europea, siempre pródiga e intervenciones, esta vez parecía dejar las manos libres a los contendientes. El Río de la Plata marchaba hacia a una conflagración general y nadie se preocupaba de evitarla.

El Brasil invade el Uruguay
El almirante Tamandaré, desde que se retiró Saraiva, era el árbitro de la situación. De sus actos dependía la paz o la guerra entre el Brasil y el Paraguay. Estaba al tanto de la actitud asumida por López y no se le escapaba que la invasión del Uruguay iba a ser considerada irremediablemente como un casus belli por el Gobierno de Asunción. El ministro brasileño en el Paraguay, Vianna de Lima, le incitaba a tomar el camino de la guerra y a menospreciar las condiciones militares del posible contendor del Imperio en el terreno de las armas. Le aseguraba que el Ejército paraguayo, pese a su elevado número, era “una verdadera fantasmagoría por su pésima organización, por la falta absoluta de oficiales de alguna capacidad e instrucción y finalmente por la ausencia de brío, debido al estado de postración moral en que un régimen de hierro como éste tiene reducido al pueblo”. Por su parte, la prensa en Buenos Aires, zahiriendo el amor propio brasileño, incitaba abiertamente a Tamandaré a cumplir el ultimátum de Saraiva. Decía la Tribuna: “Una de dos: O el Brasil hace lo que su honor ofendido le impone; o se retira. En el primer caso… el Brasil se cubrirá de entero ridículo, dando lugar a que los pueblos del Plata mirasen a su Gobierno como un Gobierno de farsantes”.

Más que movidos por estas incitaciones, Tamandaré obraba por impulsos que emanaba de muy alta esfera. El emperador Don Pedro II, a cuyas inspiraciones obedecía directamente, creía que había llegado la hora de la guerra con el Paraguay, y de él provino seguramente el mor m’ordre por el cual Tamandaré iba a desatar la conflagración. Antes de expedir las instrucciones correspondientes, quiso asegurarse, una vez más, de la actitud del Gobierno argentino adoptaría en el caso seguro de que, producida la invasión del Uruguay, el ejército paraguayo tuviera que cruzar territorio argentino para ir al encuentro de las fuerzas brasileñas. Mitre informó al ministro brasileño en Buenos Aires que ese caso sería considerado por la Argentina como un casus belli, el cual sobrevenido declararía inmediatamente la guerra al Paraguay. Al día siguiente de esta declaración, la prensa porteña, después de publicar la nota paraguaya el 30 de agosto, inició al unísono una campaña a favor de la alianza con el Brasil, en la cual participó el propio órgano oficial, La Nación Argentina. Tamandaré ya no dudó y las órdenes fueron enviadas a la frontera.

El 12 de octubre de 1864, una brigada al mando del general Mena Barreto cruzó la frontera uruguaya y el 14 se apoderó de la villa de Melo, capital del departamento de Cerro Largo. El 20, por un cambio de notas entre Flores y Tamandaré, aquél se comprometió a cooperar con las fuerzas brasileñas y a satisfacer, una vez en el Gobierno, todas las reclamaciones del Imperio. El 28 Salto capituló y poco después comenzaba el bloqueo de Paysandú por las fuerzas coligadas del Brasil y del general Flores.

Urquiza promete su apoyo al Paraguay
Cierto ya el general López de que el Brasil iba a cumplir sus amenazas y convencido también de la existencia de una alianza brasileño-argentina, decidió dar un paso importante en el terreno de la política interna argentina. José de camino recibió instrucciones para ofrecer al general Urquiza el apoyo del Paraguay a cualquier pronunciamiento que levantara por bandera, ya fuese la restauración de la Confederación de las trece provincias, con exclusión de Buenos Aires, ya la separación de Entre Ríos y Corrientes en un solo Estado. Berges escribió al cónsul general en Paraná: “Si el general Urquiza se pronuncia contra el Gobierno Nacional, con el motivo tan puro y santo de sostener a la débil República Oriental contra la ambición política de una monarquía esclavócrata, nosotros le sostendremos con los poderosos elementos con que cuanta el Paraguay, sirviendo así las miras que él pueda tener sobre la presidencia de las trece provincias”.

Mientras Caminos cumplía su misión se produjo la invasión brasileña del Uruguay, hecho que suscitó gran agitación popular en Entre Ríos. Escribió El Pueblo Entrerriano: “La indignación del pueblo de Entre Ríos parece un océano embravecido. Si Entre Ríos da la señal de alarma, todas las provincias lo repetirán alborozadas. El gran pueblo de Ramírez y Urquiza tiene el derecho a la iniciativa”. Pero Urquiza, pese a las versiones que circulaban, no estaba con ánimo de apoyar ningún plan separatista. En cambio, indignado como el que más por la invasión brasileña y la actitud complaciente del Gobierno de Mitre, aseguró que a Caminos apoyaría al Paraguay en cualquiera actitud frente al Imperio. Caminos llegó a Asunción en 10 de noviembre con su respuesta, la cual fue transmitida en un memorándum al general López, que se encontraba en Cerro León. Decía el memorándum: “El Gobierno del Paraguay esta en deber de hacer efectivas sus nobles declaraciones contra el Brasil si éste ocupa una parte o el todo de la República Oriental. En este caso, hace que el Gobierno paraguayo que sus tropas crucen u ocupen el todo o parte del territorio a que el argentino cree tener derecho. Viene entonces la complicación en el rompimiento en las relaciones entre estos Gobiernos, lo que es muy natural, la orden del Gobierno argentino al general Urquiza para ponerse con tropas entrerrianas en actitud de impedir el paso de las tropas paraguayas. El general Urquiza reúne su ejército autorizado por su Gobierno, y hecha esta operación, el general Urquiza entra en serias reflexiones con Mitre, como en épocas de Rosas, buscando un rompimiento y acredita en el acto un comisionado cerca del Paraguay, para ajustar en minutos el pacto que hoy todos desean”. Caminos se decía plenamente autorizado para darle al presidente López la seguridad “de que el general Urquiza en su vanguardia con Entre Ríos y Corrientes; que será su baluarte mientras él influya en el país, y que los porteños no le tocarán de las provincias para expediciones sobre el Paraguay ni un solo hombre, como no lo harán de Entre Ríos y Corrientes”.

Captura del “Marqués de Olinda”
Informado de que el Brasil había invadido territorio uruguayo – el Marqués de Olinda, que condujo a cambios había traído la noticia – y convencido de que Urquiza apoyaría al Paraguay, López estimó llegada la hora de cumplir la amenaza contenida en su protesta del 30 de agosto, rompiendo las hostilidades, para lo cual no juzgaba lo necesario declarar formalmente la guerra. En consecuencia, ordenó que el Tacuarí saliera en persecución del barco mercante brasileño Marqués de Olinda, que el 11 de noviembre, a las dos de la tarde, después de proveerse de combustible, había proseguido viaje hacia el Norte llevando entre sus pasajeros al nuevo presidente del Estado de Matto Grosso. El Marqués de Olinda fue alcanzado cerca de Concepción y el 13 amanecía anclado en el puerto de Asunción, bajo los fuegos de las baterías del Tacuarí. Ese mismo día, el ministro brasileño presentó sus protestas al ministerio de Relaciones Exteriores, Berges, excusado toda explicación sobre la materia, se limitó a referirse a la nota que fechada el 12, día del apresamiento del Marqués de Olinda, le había sido entregada a Vianna el 13. En esta nota, el Gobierno paraguayo declaraba que, como consecuencia de la “provocación directa” que significaba la ocupación de la villa de Melo, de la República Oriental, por fuerzas del Imperio del Brasil, a pesar de las declaraciones oficiales del Paraguay del 30 de agosto y del 3 de septiembre, “quedan rotas las relaciones entre este Gobierno y el de S. M. el Emperador, privada la navegación de las aguas de la república para la bandera de guerra y mercante del Imperio del Brasil bajo cualquier pretexto o denominación que sea, y permitida la navegación del río Paraguay para el comercio de la provincia brasileña de Matto Grosso a la bandera mercante de todas las naciones amigas con las reservas autorizado por el derecho de gentes”.

En la nota de Berges, refiriéndose a la ocupación de la villa de Melo se expresaba: “Este acto violento, y la marcada falta de consideración que esta República merece al Gobierno Imperial, han llamado seriamente la atención del Gobierno del abajo formado sobre sus ulteriores consecuencias, sobre la lealtad de la política del Gobierno Imperial sobre su respeto a la integridad territorial de esta República, tan poco recomendado ya por las continuas y clandestinas usurpaciones de sus territorios, y ponen al Gobierno Nacional en el imprescindible deber de echar mano de los medios reservados en su protesta del 30 de agosto, de la manera que juzgue más conforme a alcanzar los objetivos que motivaron aquella declaración; usando así del derecho que le asiste para impedir los funestos efectos de la política del Gobierno Imperial, que amenaza no solo a dislocar el equilibrio de los Estados del Plata, sino atacar los más grandes intereses y la seguridad de la República del Paraguay”. El 14 fueron entregados los pasaportes al ministro Vianna y al personal de la Legislación brasileña, que le 29 abandonaron la República a bordo del barco de guerra Paraná.

Planes militares de López al iniciar la guerra
Al iniciar las hostilidades contra el Imperio, el general López ya tenía trazado su plan de operaciones. Su objetivo principal era el Estado brasileño de Río Grande do Sul, hacia donde pensaba descargar el peso principal de su ofensiva. Un ejército de más de veinte mil soldados, al mando del general Robles, debía batir en caso necesario al general Paunero, que con cuatro mil soldados constituía toda la fuerza regular que el Gobierno argentino tenía en la provincia de Corrientes. Esta operación sería en el caso de que el Gobierno de Mitre considerase un casus belli el paso de las fuerzas paraguayas por territorio de Misiones, en dirección de Río Grande. Acampadas después de las fuerzas de Robles en la costa de Mocoretá, desde allí debía ayudar al movimiento favorable que se esperaba en las provincias de Corrientes y de Entrerríos; proteger la división de diez mil hombres, que al mando del coronel Antonio Estigarribia debía dejar por ambas márgenes del río Uruguay; imposibilitar sobre ellas y sobre la izquierda del Paraná la organización de cualquier ejército hostil, y asegurar la retaguardia de López, en persona, invadiría la provincia de Río Grande. Tanta era la confianza de López en el éxito de esta campaña, que, en cierta ocasión, marcando en el mapa un lugar inmediato a Porto Alegre, después de explicarle al ministro oriental Vázquez Sagastume su pensamiento, le dijo: “Aquí, señor ministro, haremos la paz”. Para el cumplimiento de esos planes, el Paraguay disponía de no menos de 60.000 hombres de las tres armas y una numerosa flotilla de transportes y cañoneros. El país entero había sido puesto en pie de guerra

Campaña de Matto Grosso
A fin de evitar sorpresas providentes de las posiciones brasileñas del Norte, donde sabía que el Imperio había acumulado en los últimos tiempos muchos elementos de guerra, López ordenó que dos expediciones, una por agua y otra por tierra, marcharan en dirección de Matto Grosso y se apoderaron de sus principales posiciones. El 24 de diciembre de 1864 salió de Asunción la expedición fluvial, al mando del coronel Vicente Barrios, integrado por 3.200 hombres, en cinco barcos de guerra y varias embarcaciones auxiliares, y el 29 partió de Concepción, bajo la jefatura del coronel Isidro Resquín, la columna terrestre con 2.500 soldados de caballería y un batallón de infantería.

La escuadrilla fondeó al sur del fuerte de Coimbra el 26 de diciembre y al día siguiente comenzó el bombardeo de las posiciones brasileñas, excelentemente fortificadas. La guerra había entrado en su faz militar. Las fuerzas paraguayas realizaron fuertes ataques a los parapetos brasileños, que fueron tenazmente defendidos. El 28 la guarnición abandonó el fuerte bajo la incesante presión paraguaya. La bandera paraguaya tremuló triunfante sobre el más alto de los bastiones del antiguo fuerte brasileño. La noticia de la caída de Coimbra causó pánico en todo el litoral brasileño. Fácilmente la expedición de Barrios se apoderó de Corumbá y Alburquerque y de la flotilla brasileña. El avance paraguayo llegó hasta más allá del puerto de Dourados, donde una explosión costó la vida al teniente Herreros, protagonista principal de las acciones de la flota paraguaya.

Mientras tanto la división del Norte, mandada por Resquín, penetro en Matto Grosso atravesando el Apa en Bella Vista, al tiempo que una columna desprendida del grueso y bajo el mando del capitán Martín Urbieta avanzaba por la derecha, pasando por el Chiriguelo, en dirección de la colonia de Dourados, alcanzando el territorio ocupado por el Brasil en Punta Porá. El 29 de diciembre, después de corta y sangrienta lucha. Urbieta se apoderó de Dourados. Ese mismo día Resquín ocupó la colonia Miranda, que encontró desierta, y el 31 de diciembre chocó en Noiac con las fuerzas brasileñas en retirada, a las cuales dispersó. Reunido ya con la columna de Urbieta, prosiguió su avance hacia Villa Miranda, principal población de la zona, de la cual se apoderó sin encontrar resistencia.

En Villa Miranda terminó el avance del grueso paraguayo, pero una columna exploró hasta Coxim, a mitad camino de Cuyaba, capital del Estado de Matto grosso, donde reinaba el más grande desconcierto ante la noticia del avance paraguayo. Este había sido espectacular; en menos de quince días el Paraguay se había apoderado del territorio en litigio y de los puertos principales del río Paraguay. Además, el botín de armas y municiones había sido considerable, y ayudó bastante al Paraguay a soportar el bloque durante los cinco años que duró la guerra.

Actitud de la prensa de Buenos Aires
La prensa de Buenos Aires mostró el mayor empeño en atizar la discordia. La Tribuna, que primero había incitado al Brasil a cumplir el ultimátum de Saraiva, después estimuló al Paraguay a cumplir, a su turno, sus amenazas. “Los hechos previstos por el Paraguay ya se han realizado – decía – ahora esperen todos ver si é realiza lo que anunció con todo énfasis”. Conocida la ruptura paraguayobrasileña, se alzó el tono de la prédica periodística a favor de una alianza con el Imperio y en contra del Gobierno del Paraguay. dijo La Nación Argentina, órgano oficial: “El Gobierno brasileño es un Gobierno liberal, civilizado, regular y amigo de la República Argentina. Su alianza moral con ésta está en el interés de muchos países y presenta el triunfo de la civilización en el Río de la Plata. El peligro para la República Argentina está en la preponderancia del dictador paraguayo, que aspira a ser el Atila de Sudamérica. Al triunfo del Paraguay seguirá para nosotros el reinado de la barbarie. Al día siguiente del triunfo del Paraguay la República Argentina se someterá a su tutela o ser obligada a la guerra”.

El Semanario pidió moderación a la prensa porteña, denunciando los móviles de su violenta campaña. “Se medita – decía – con los insultos diarios al Paraguay y su Gobierno, irritarlos a tal extremo que cometan actos capaces de trabar un pronto y serio conflicto con la Confederación misma, no se diga con el Brasil. A eso se dirige la tarea de esa prensa descarriada de Buenos Aires: quiere que cuanto antes estalle la guerra hasta con la República Argentina. El Paraguay comprende esto, y no será quien tome en cuenta a la prensa porteña para guiarse en sus operaciones en esta lucha en que están empeñado su honor, su dignidad y sus más vitales intereses”.

No todos los órganos periodísticos de las provincias apoyaron la propaganda de sus colegas de Buenos Aires. En Corrientes apareció un periódico con el ostensible programa de ofender la causa del Paraguay. el hecho no fue el agrado del presidente Mitre, quien escribió al gobernador de la provincia instándole a que hiciera “todo lo posible” para oponerse a una “predica opuesta a nuestros intereses”, pues no era “justo ni político que en nuestro propio país se alcancen alabanzas y se trate de bonificar una administración como la del Paraguay, presidida por el Sr. López”. Y el canciller Elizalde, por su parte, expresó también al gobernador de Corrientes: “Si los consejos de un política provisora nos aconsejan ser neutrales en la guerra con el Brasil y el Gobierno de Montevideo y entre la que venga con el Paraguay, mientras no surjan cosas que nos obligan a tomar parte en la guerra, nuestras simpatías no pueden ni deben ser en esta guerra por los que de un momento a otro pueden ser nuestros enemigos declarados”.

Urquiza garantiza el paso de tropas
Dominando cualquier peligro que pudiera provenir de Matto Grosso, la siguiente etapa de la campaña contra el Imperio era la invasión de Río Grande do Sul, para lo cual se hacía lo necesario atravesar parte del territorio de Misiones, cuya pertenencia reivindicaba el Paraguay, pero que estaba ocupado por la Argentina. Para avisarle de la inminencia de esta operación y cancelar el apoyo que Urquiza por intermedio de José de Caminos había prometido, López envió a Entre Ríos a José Tomás Ramírez, ex cónsul de la Confederación. Ramírez fue portador de una carta de López para Urquiza en que le aseguraba que la disposición que iba a tomar no era emanada “sino del cumplimiento de los deberes militares que la situación impone a la República, y no una amenaza a las provincias amigas de Entre Ríos y Corrientes ni al Gobierno Nacional Argentino, aun cuando la política del general Mitre y el apoyo moral con que protege los desmanes del Gobierno Imperial justificarían cualquier prevención.

Ramírez llego a Entre Ríos en plena efervescencia popular producida por los desmanes cometidos después de la caída de Paysandú. Leandro Gómez y sus heroicos defensores habían sido pasado a cuchillo, y hubo otros excesos que suscitaron gran indignación en la otra orilla del río Uruguay. Urquiza a duras penas podía contener un levantamiento general en contra del Gobierno nacional, al que se creía aliado al Brasil. “La actitud del Paraguay- recuerda Julio Victoria – que había declarado la guerra al poderoso Imperio del Brasil para acudir en defensa del Gobierno de Montevideo, se ennoblecía y ganaba simpatías. El Paraguay invocaba para justificar su conducta la necesidad de impedir que el Brasil realizase sus eternos sueños de absorción y conquista de una parte del Estado Oriental, afectando el equilibrio de las Repúblicas de la Plata, lo cual no podrá ser condenado por los argentinos, de cuyos intereses y conveniencias, que bajo ese punto de vista eran comunes, parecía hacerse el campeón valiente y decidido”.

En ese ambiente, fácil le fue a Ramírez obtener de Urquiza la ratificación del apoyo que había prometido a López por intermedio de Caminos. Regresó a Asunción con la seguridad de que el tránsito de fuerzas paraguayas por alguna parte del territorio argentino no importaría en casus belli aun cuando el gobierno de Mitre se negara a autorizarlo. Si esto ocurría, Urquiza prometía “ponerse de parte del Paraguay, combatiendo la política del general Mitre”, para lo cual, y sólo para dejar dorumentada la negativa, el Gobierno paraguayo debía solicitar oficialmente del argentino permiso para el tránsito de sus tropas por territorio argentino.

Polémica entre Urquiza y Mitre
Había trascendido que Urquiza apoyaría la pretensión del Paraguay de cruzar territorio argentino porque no lo consideraría un casus belli. Mitre juzgó necesario pedir explicaciones. Escribió a Urquiza ratificándole su propósito de mantenerse neutral en el conflicto paraguayobrasileño, pero asegurándoles también que “si la neutralidad no fuese respetada, si el territorio fuese violado, los sucesos le impondrían el deber de garantir el honor y la seguridad de la Nación”. Y a este respecto le pedía que se sincerasen ambos “como buenos argentinos, como leales amigos y como compañeros de armas”. La respuesta de Urquiza fue terminante. Decía: “Las provincias de Entre Ríos y Corrientes son, como V. E. lo comprende bien, las más interesadas en la conservación de la paz en la emergencia funesta entre el Brasil y el Paraguay; si hubiese el fatal peligro, que felizmente V. E. promete evitar, de que nuestro Gobierno se aproveche del primer pretexto para ligarse a cualquiera de los beligerantes, como ellos deben procurarlo con empeño, en territorio de estas provincias sería el teatro de la lucha, su riqueza actual desaparecería al peso destructor de los extraños beligerantes. Nada importaría al tránsito libre e inocente de ambos por los territorios despoblados de las Misiones, si llegase al caso. El interés que pudiera envolver su prohibición no puede compararse a los males que nos echaríamos encima si por eso nos acarreásemos una alianza con cualquiera de ellos, que el país no acepta, y que nos haría el primer actor y paciente en la lucha, gozándose el aliado o el extraño enemigo, igualmente, quizás, en las desgracias que nos sobrevendrán”.

Mitre contestó a Urquiza que no consentiría el tránsito de los beligerantes por territorio argentino. “Esa es – le dijo – la neutralidad de los Estados débiles que, en la imposibilidad de hacer respetar sus derechos, se someten a que se viole así su territorio, porque no les queda otro recurso contra poderes mucho más fuertes”. Pero, al mismo tiempo la actitud decidida de Urquiza inclinó al Gobierno argentino a mostrarse renuente ante las apremiantes demandas de Paranhos, que había llegado al Río de la Plata en misión especial y que realizaba en Buenos Aires intensa campaña para concentrar una alianza contra el Paraguay. Mitre se hizo interprete de la opinión general de país, adversa a la alianza con el Brasil, mostrándose inconmovible ante los esfuerzos de Paranhos. Le contestó que la Argentina no se podía poner, sin desdoro, en la línea de batalla con el Brasil sin haber recibido agravio del Paraguay, pero que “si nos agredía con menoscabo de nuestra soberanía, le haríamos la guerra por nuestra cuenta, solo o acompañados”.

Se pide a la Argentina el permiso de tránsito
A López le repugnó la idea, seguridad por Urquiza, de solicitar del Gobierno argentino permiso para hacer transitar sus tropas por territorio, que aunque litigioso, consideraba de pertenencia paraguaya. Pero la necesidad de continuar las operaciones militares y el deseo de armonizar sus actos con los de Urquiza, cuyo apoyo era de la mayor importancia, le impulsaron a dar el paso insinuado. El 14 de enero de 1865 el ministro de Relaciones Exteriores, José Berges, se dirigió al de la República Argentina solicitando que “los Ejércitos de la República del Paraguay puedan transitar el territorio de la Provincia Argentina de Corrientes en el caso de que a ello fuese impelido por las operaciones de la guerra en que se halla empeñado este país con el Imperio del Brasil”. Se invocaba el precedente de 1855, cuando la Argentina concedió a una escuadra brasileña el paso hasta el Paraguay con fines hostiles. “Sin prejuzgar la política que el Gobierno de V. E. – terminaba la nota – halle conveniente seguir en la actual guerra entre el Brasil y el Paraguay, respetando las convicciones que las motiva, no duda el Gobierno del abajo firmado que esta política ha de ser naturaleza que no impida al de V. E. acordar este actitud de reciprocidad, accediendo al tránsito del Ejército de esta República a la Provincia de Río Grande do Sul con las seguridades ofrecidas”.

López dio a conocer el texto de esta nota a Urquiza, acompañándola de una carta en que le decía: “Siendo probable que los azares de la guerra en que se halla empañada esta República con el Imperio del Brasil me arrastren a pisar alguna parte del territorio argentino de Corrientes, y deseando guardar con el Gobierno Nacional toda la consideración y respeto que me deben los derechos internacionales y la seguridad de neutralidad que V. E. me asegura por parte del Gobierno Argentino, he mandado dirigirle la nota de solicitud, cuya copia hallara V. E. adjunta”.

Apenas se enteró de la nota paraguaya, Urquiza la apoyó resueltamente ante Mitre. “Como ve V. E. – le escribió – este acto y proceder digno y necesario de parte del Gobierno paraguayo viene a alejar aún más el recelo de que se falte por ese lado a los respetos que se merece el Gobierno Argentino, y a ofrecer la oportunidad de afianzar la conservación de relaciones de paz con ese Estado, por el camino de la neutralidad lealmente conservada”. Urquiza dio a conocer a Mitre la última correspondencia de López como una prueba de las buenas disposiciones del Paraguay hacia la Argentina, y volvía a insistir en sus juicios sobre el peligro de una alianza con el Brasil. “He calificado – decía a Mitre – la alianza con el Brasil de odiosa, porque así lo es para el país, porque tal es el sentimiento general, que V. E. tiene ocasión de apreciar también”.

Se deniega el permiso de tránsito
La actitud de Urquiza, como de costumbre, vino acompañada de rumores de inminentes levantamientos en Entre Ríos. Pero el Urquiza de 1865 ya no era el de Caseros ni el de Cepeda. “Nosotros – dijo La Tribuna, de Buenos Aires – ya no tenemos ni para el poder ni el prestigio del general Urquiza. Ese poder ha hecho su época. Ese prestigio se quebró en Pabón”. Y la Nación Argentina aseguró que si Urquiza osase sublevarse, con un par de buques “quedaría bloqueado” y tendría que contentarse “con enviar padrenuestros al Gobierno de Montevideo”. Para el partido imperaba en Buenos Aires, el peligro ya no está en Urquiza, sino en el Paraguay dinámico y pujante, dispuesto a levantar la bandera de las provincias que aquél parecía abandonar. Abatir ese poder era servir los intereses de la unidad argentina lograda bajo la dirección de Buenos Aires, y las circunstancias se presentaban como nunca, propicias para consolidar la heguemonía porteña con el apoyo poderoso del Imperio del Brasil, ya trabado en guerra con el Paraguay. Por eso Elizalde miraba como “un bien para la República” que el Paraguay se decidiese a llevarlo todo por delante y se esperaba la guerra exterior con ansiedad que los diarios de Buenos Aires apenas disimulaban.

El 6 de febrero llegó en Buenos Aires la petición paraguaya de tránsito. El Gobierno argentino no necesitó reflexionar mucho. El 9 del mismo mes fue firmada por Elizalde la respuesta que negaba formalmente el permiso. “Lo que se creyó conveniente en 1855 – decía – no obliga al Gobierno argentino a proceder del mismo modo”. La nota, largamente fundada, terminaba expresando la esperanza de que el Gobierno paraguayo “ha de propenler a evitar todo motivo que pudiese alterar las relaciones amistosas que pone el más decidido empeño en cultivar y estrechar”.

Cuando el Gobierno argentino decidió no acceder a la solicitud paraguaya, sabía que fuertes contingentes estaban concentrados en el territorio de Misiones, listos para marchar contra el Brasil, y acordó pedir explicaciones al Gobierno paraguayo por la acumulación de tropas, recogiéndose en la nota oficial dirigida a Berges con ese motivo la versión de que ese ejército venía “en marcha para pasar por territorio argentino en operaciones contra el Brasil y su aliado el brigadier general D. Venancio Flores, Jefe de la Revolución Oriental”. Con esta nota, el Gobierno argentino mostraba al Paraguay que conocía perfectamente sus intenciones y las consecuencias que podría acarrearle su formal negativa no le arredraban para mantenerse a su firme actitud.

Urquiza deja sin efecto sus promesas
Terminada la campaña de Matto Grosso, López completaba sin ninguna prisa los preparativos militares para la invasión de Río Grande do Sul a través del territorio argentino. Los acontecimientos se venían desarrollando en forma favorable para los intereses del Paraguay. la negativa del Gobierno argentino obligaría a Urquiza y a las provincias del litoral, si eran cumplidas las promesas transmitidas por Caminos y Ramírez, a aceptar la alianza paraguaya, y con esa alianza el Paraguay podía proseguir con entera confianza la guerra. Pero si López daba fe a las seguridades que había recibido Urquiza, éste, en cambio, no estaba totalmente decidido a afrontar las consecuencias que reportaría el cumplimiento de sus promesas. Comprendiendo que su apoyo al Paraguay en el caso de la violación del territorio argentino, dada la resuelta actitud de Mitre, significaría la guerra civil con la intervención del Brasil a favor de Buenos Aires, buscó el modo de eliminar la ocasión de todo conflicto.

Si el Paraguay se abstenía a transitar por territorio argentino, no se le presentaría a Urquiza la difícil disyuntiva. Escribió a López para asegurarle que su deseo era impedir que las armas paraguayas fueran enemigas de las argentinas, y le pidió que evitase todo cuanto pudiera ser razón para que el Gobierno argentino saliese de la neutralidad, cuyo mantenimiento le aseguraba en ese caso. Julio Victorica fue comisionado ante López para entregarle esta carta y para asegurarle que si el Paraguay atacaba al Brasil, como podía hacerlo, por sus fronteras del Paraná, sin tocar territorio argentino, al Imperio se le iba crear muy serias dificultades. Victorica se trasladó previamente a Buenos Aires, donde practicó algunas investigaciones para cerciorarse de la inexistencia de una alianza secreta con el Brasil.

Mitre, entre tanto, había incitado a Urquiza a que le manifestase abiertamente cuál sería su actitud definitiva en caso de una violación del territorio argentino por el Paraguay. Urquiza ya no vaciló. Poniendo fin a sus incertidumbres, escribió al presidente argentino: “Si cualquiera de los beligerantes, si el Paraguay, si el Brasil, si alguna nación, por alta que fuera su jerarquía, desconociese los respetos que se merece la República como Estado independiente, atentase contra su soberanía, desconociese sus derechos o se atreviese a humillar su gloriosa bandera; si tal llegase a suceder, no sería posible en hesitar en tomar un camino. Sólo hay uno posible para un pueblo digno y valiente, uno sólo para el Gobierno a quien ese pueblo ha confiado sus destinos, y ese camino sería marchar unidos y resueltos sin economizar sacrificios ni perdonar medio legítimo de tomar el justo desagravio de su honra vulnerada, la condigna satisfacción de sus derechos agredidos”.

Victorica llegó a Asunción a fines de febrero. López, indignado y sorprendido por la actitud de Urquiza, no quiso formularle ninguna promesa de desistimiento de sus conocidos propósitos. “Si me provocan – le dijo – lo llevaré todo por delante”. La eliminación de un factor esencial para el éxito de sus planes no le desanimó. Escribió a Barreiro: “El caso está próximo a suceder, y aunque no contamos todavía con ningún disidente, porque el general Urquiza ha faltado a sus espontáneos ofrecimientos, si la guerra se hace inevitable con ese país, contando con la decisión y entusiasmo de mis compatriotas, espero llegar a buen fin”.

Termina la guerra en el Uruguay
Mientras Victorica cumplía su misión en el Paraguay, los sucesos se precipitaron en la Banda Oriental. Paranhos, fracasada su misión en Buenos Aires, se empeño en liquidar el pleito uruguayo. Flores, para no perder el apoyo material del Brasil, ratificó sus acuerdos con Tamandaré y declaró que la República Oriental “prestará al Imperio toda la cooperación que esté a su alcance, considerando como un compromiso sagrado su alianza con el Brasil en la guerra deslealmente declarada por el Gobierno paraguayo, cuya injerencia en las cuestiones internas en la República Oriental es una pretensión osada injustificable”. La situación con Montevideo se volvía cada día más desesperada. El 15 de febrero de 1865 expiró el mandato del presidente Aguirre. Asumió el Gobierno el presidente del Senado, Tomás Villalba, quien, resuelto a terminar la guerra, desprendióse de los blancos extremistas que eran los únicos que aun esperaban la ayuda paraguaya, y con la ayuda del cuerpo diplomático inició negociaciones con Flores para entregarle el poder, lo cual quedó concertado el 20 de febrero en un protocolo firmado en la Villa de Unión. En su virtud Flores se hizo cargo del gobierno, y el Imperio, por intermedio de Paranhos, declaró canceladas todas sus reclamaciones, satisfecho con las explicaciones que con ese acto se le proporcionaban. Villalba, antes de transmitir el mando al aliado del Brasil, firmó un decreto suprimiendo la Legación Oriental en el Paraguay, por “no haber resultado alguno ni tiene objeto de utilidad pública, contribuyendo, por el contrario, a entorpecer las buenas relaciones del Gobierno de la República con otros Gobiernos”.

De este modo, triunfante la Revolución y encargado del gobierno el general Flores, la República Oriental del Uruguay, por cuya independencia el Paraguay se había lanzado a la guerra contra el más poderoso Imperio de América, daba una puñalada a su paladín y se aliaba con su enemigo, sin que mediera entre ambos países ningún motivo de discordia.

López convoca un Congreso extraordinario
Cuando el 25 de febrero de 1865 López convocó un Congreso extraordinario para examinar la situación internacional, ésta, con ser grave, no era muy comprometida para el Paraguay. Dieciséis meses de ensayo de actuación internacional activa había llevado al país una guerra con el Imperio del Brasil, cuyo primer botín era la ocupación de un vasto territorio y la reintegración de los antiguos límites nacionales. El Brasil estaba imposibilitado de tomar el desquite sin la cooperación argentina, y sus tentativas para arrastrar a la Argentina en una alianza anticipada contra el Paraguay habían encontrado viva resistencia en el sentimiento argentino. Al par de ser odiosa esa alianza, como Urquiza hizo saber a Mitre, la causa paraguaya era simpática en muchos círculos, sobre todo en las provincias. Dándose cuenta de esta realidad, Mitre se mostraba temeroso de las consecuencias que en el orden interno podría acarrear una alianza con el Brasil, convenida sin que mediara provocación del Paraguay, pero en su torno actuaba incansablemente un partido que deseaba la guerra a toda costa, como supremo remedio de los problemas de la unidad nacional y para acabar de una vez con el amenazante poder del Paraguay en momentos en que era seguro contar con el valioso apoyo del Brasil.

Esa opinión belicista estaba encabezada por el canciller Elizalde, quien años después confesaría: “Mis deseos particulares, mis opiniones, era que producida la guerra entre el Paraguay y el Brasil, después de la solución que había tenido la cuestión oriental y de los conflictos que nos provocaban las cuestiones del Pacífico, era un bien para la República y para esta parte de la América que López nos hiciese la guerra en momentos que contando con la alianza del Brasil y de la República Oriental podíamos acabar con un poder colosal, bárbaro, agresivo, aliado del partido reaccionario que era de vanguardia en la República, y del partido Blanco en aquel Estado, dirimir nuestras cuestiones de límites y de navegación de ríos y de hacer del Paraguay un país libre y feliz con quien pudiésemos vivir en estrechar paz”.

Estaba en manos de López no dar a este partido la ocasión, tan vivamente deseada, de alistar a la Argentina al lado del Brasil. No buscando pleito a la Argentina, podía esperar tranquilamente al Imperio detrás de las baterías de Humaitá. Pero ello significaba soportar en silencio la nueva humillación que acababa de sufrir con la negativa al paso de las tropas. Declaró al representante uruguayo que “o se colocará una lápida funeraria sobre su persona o ha de llevar a cabo la grande obra de refrenar las infames pretensiones del Imperio del Brasil”, y que la negativa argentina y la “indefinible conducta” de Urquiza, lejos de arredrarlos, “contribuyen a exaltar más el entusiasmo de que se halla animado”. Y Berges, por su parte, había manifestado al mismo diplomático “que nada contendrá a su Gobierno y que ocupará, si necesario fuere, las provincias de Entre Ríos y Corrientes”.

Los emigrados paraguayos se organizan
Otro factor apareció en escena, adverso a la causa sustentada por el Gobierno del Paraguay. Los emigrados paraguayos establecidos en Buenos Aires publicaron una declaración en que desconocían de antemano las resoluciones a adaptarse por el Congreso convocado por López, protestando por el decreto de su convocatoria publicado en El Semanario. Decía el manifiesto: “Protestan, porque ese decreto, símbolo de su miedo e impotencia, revela el funesto plan de hacer cómplice al pueblo paraguayo de los crímenes e infamias que ha cometido el tirano, al presentir su caída, quiere hacer solidaria a la República de sus propias faltas, amparándolas con las sanciones de un Congreso nulo e ilegal.”.

Al mismo tiempo los emigrados destacaron emisarios ante el Gobierno del Brasil para pedir que fueran admitidos en las filas brasileñas, y el publicista Manuel Pedro de la Peña, después de largos años de silencio, reanudó su campaña contra el Gobierno paraguayo publicando cáusticas cartas dirigida al general López en que se anunciaban, sin embozos, los propósitos de los emigrados paraguayos. La Nación Argentina, en un editorial, anunció: “Tiemble el déspota, pues no sólo la amenaza la mano de un enemigo extranjero a quien imprudentemente ha provocado, sino que el pueblo a quien martiriza va a romper las ligaduras que paralizan sus movimientos, va a levantarse imponente al grito de sus hermanos que han respirado el aire de libertad en estas regiones”.

Era natural que la actividad de los emigrados paraguayos y la simpatía que encontraron en las esferas oficiales avivaron los recelos de López, a quien no se hacía difícil suponer que los gobernantes argentinos estaban preparando la repetición del caso oriental, y que pronto traería al Paraguay, sino una guerra internacional, la guerra civil para imponer un Gobierno de su misma filiación política. Es lo que, muy claramente, había anunciado el órgano oficial, cuando en curso aún la guerra oriental propugnaba la alianza con el Brasil. “Unidos estos dos pueblos – dijo La Nación Argentina – que son los más ricos y poderosos del Río de Plata, lo que parecía un sueño en 1851 será pronto una halagüeña y consoladora esperanza. ¿Qué nos falta para alcanzar los propósitos de 1851? Que la República Oriental y el Paraguay se den Gobiernos liberados regidos por instituciones libres”.

El Congreso declara la guerra a la Argentina
El 5 de marzo de 1865 inauguró sus sesiones el Congreso extraordinario, con un mensaje del presidente López y una memora del canciller Berges. Se constituyó una Comisión especial de dieciséis miembros para dictaminar sobre los puntos contenidos en ambos documentos. Animaba a los congresistas un exaltado espíritu bélico, aumentado por la lectura, en antesalas, de las producciones de la prensa porteña, y pronto menudearon las proposiciones para que la negativa argentina al paso de las tropas fuera considerada como un casus belli; pero ni estas mociones, ni otra que destinaba a la hoguera los artículos periodísticos de Buenos Aries, encontraron ambiente. Las primeras reuniones del Congreso fueron dedicados a considerar otros asuntos. Se confirió a López el grado de Mariscal y se le pidió que se abstuviera de ponerse al frente de las tropas, en resguardo de su vida. Se le aumentó el sueldo a 60.000 duros anuales. Fue autorizado el Gobierno a concertar un empréstito externo para la defensa nacional. Se aumentó el número de brigadieres generales y se creó la Orden Nacional del Mérito.

El 11 de marzo recibió el Gobierno una importante comunicación, transmitida desde a bordo del Salto por el enviado Luís Caminos, que regresaba de Buenos Aires, según la cual la escuadra brasileña muy pronto para bloquear el Paraguay. Ya no dudó entonces López de la existencia del concierto argentinobrasileño, sin el cual no cabía el bloque del Paraguay. Decidió adelantarse a los acontecimientos, poniéndose en condiciones de ocupar Corrientes, que, según todas las presunciones, sería la base de operaciones de la escuadra brasileña. El 17 de marzo la Comisión especial presentó su extenso dictamen, en que se aconsejó a la representación nacional la declaración de la guerra al Gobierno argentino. Después de historiar las relaciones entre el Imperio y el Paraguay, recordando las usurpaciones territoriales del primero y su conducta en el conflicto oriental, se refería el dictamen a las tradicionales miras de la política porteña contrarias a la independencia del Paraguay, y señaló “el única camino que a su juicio quedaba para la vindicación del honor y derechos de la República y para conquistar su seguridad y tranquilidad en el porvenir”, que era la declaración de guerra.

El 18 de marzo el Congreso, en medio de grandes aclamaciones, promulgó por unanimidad la ley en que se aprobaba la conducta del Poder Ejecutivo frente al Brasil, “en la emergencia traída por su política amenazadora del equilibrio del Río de la Plata, y por la ofensa directa inferida al honor y dignidad de la Nación”, y se declaraba la guerra “al actual Gobierno argentino” por las razones que se expresaron en los considerados de la misma ley:

“1º Las dos notas de 9 de febrero pxmo. Pdo., denegando, en protección de Brasil, el tránsito solicitado por el territorio de Corrientes para nuestras fuerzas, a título de neutralidad, mientras, como en épocas anteriores, franquea a la escuadra brasileña la ciudad y territorio de Corrientes para depósito de carbón, refresco de víveres, etc., con abierta infracción de la neutralidad invocada; 2º El desconocimiento del derecho de la República a su territorio de Misiones situado entre los ríos Paraná y Uruguay; 3º La protección que de aquel Gobierno recibe ahora por segunda vez un Comité revolucionario de algunos traidores, que vendidos al Imperio del Brasil enganchan extranjeros mercenarios en el territorio y hasta en la misma capital de la República Argentina para vilipendiar la enseñanza de la Patria, levantándola al servicio del Brasil en la guerra que trae a la Nación; 4º La abierta protección que da al Brasil en su prensa oficial contra la causa del Paraguay, y las producciones anárquicas e insultantes con que se provoca la rebelión en el país; y como el ejercicio del derecho de la República en su territorio de Misiones ha de dar al Gobierno argentino el pretexto del casus belli que busca sin encontrar en la política del Gobierno Nacional para hacer efectiva su alianza con el Brasil, cuando por otra parte es indudable la mancomunidad del Gobierno de la Confederación Argentina con el del Imperio del Brasil para dislocar los equilibrios de los Estados del Plata; y no siendo compatible con la seguridad de la República ni con la dignidad de la Nación y su Gobierno tolerar por más tiempo este proceder ajeno a toda moralidad y ofensivo al respeto que se debe a la Nación Paraguaya”.

El 29 de marzo Berges subscribió la comunicación oficial del Gobierno argentino de la declaración de la guerra y el 3 de abril salió de Humaitá el teniente Ceferino Ayala llevando a Buenos Aires la importante comunicación.

Apoyo de los caudillos argentinos
La guerra había sido declarada al Gobierno y no a la República Argentina. López creyó llegado el momento de movilizar a favor del Paraguay las fuerzas políticas del interior argentino, adversas a Buenos Aires y a los gobernantes provinciales y que hasta entonces, por las indecisiones de Urquiza, no se había manifestado. Hizo llamar a Víctor Silvero, caracterizado vecino de Corrientes, a Asunción, donde, en prolongadas conferencias, concertaron un plan de acción en dicha provincia para instalar un Gobierno favorable al Paraguay. Al mismo tiempo, el cónsul general en Paraná, José Rufo Caminos, recibió instrucciones, de que fue portador el teniente Ayala, para ponerse en contacta con Ricardo López Jordán y otros caudillos de las provincias de Entre Ríos y Santa Fe. López Jordán fue bastante explícito en sus promesas a Caminos. Le aseguraba de que si estallaba la guerra entre el Paraguay y la Argentina y Urquiza llamara a las armas a la provincia, no concurriría a ese llamamiento. “No solamente no obedeceré – dijo – sino que me declararé en directa oposición al Gobierno Nacional y al de D. Justo mismo, y si éstos, porque no me plegue a ellos, intentan perseguirme, entonces, a mi pesar, me veré en la precisión de traer a mi provincia la guerra civil que nunca he querido se suscitare en ella y la deseaba ver siempre unida y compacta para cuando fuese pelear a los porteños”. López Jordán sentía dolorida por la posibilidad de ver nuevamente despedazado a su país, “pero que era necesario hacerlo así, porque ya estaba cansado de conocer, en los varios ensayos que había hecho, que con los porteños no podía vivir, y que siendo ésta su convicción sería capaz de unirse con Confucurú con tal de conseguirlo”.

Caminos se aseguro del mismo modo la cooperación de Pascual Rosas, Telmo López, Silvestre Hernández y otros dirigentes del antiguo partido federal, con los cuales creyó posible, aun con la oposición de Urquiza, levantar a las provincias de Entre Ríos y Santa Fe contra el Gobierno Nacional una vez iniciada las hostilidades entre el Paraguay y la Argentina. De esta suerte, coligados con las provincias del litoral, el mariscal López podría reanudar, con las más grandes perspectivas de éxito, la guerra contra el Imperio del Brasil, no pareciéndole imposible que, finalmente, toda la República Argentina, incluso Buenos Aires, abrazara la causa del Paraguay.

Ocupación de Corrientes
Calculando que ya había sido entregada la declaración de guerra. López dispuso que el 13 de abril de 1865 fuera ocupada Corrientes. Ese día, cinco buques aparecieron frente a esa ciudad y se apoderaron de las cañoneras argentinas 25 de Mayo y Gualeguay que estaban en el puerto. El 14 desembarcaron las tropas y ocuparon la ciudad sin gran resistencia. El pueblo argentino recibió amistosamente a los paraguayos. Convocado el pueblo por el general Robles, que mandaba el ejército de ocupación, el 18 se constituyó una Junta Gubernativa integrada por Víctor Silvero. Teodoro Gaupa y Sinforiano Cáceres, la que asumió el gobierno de la provincia, lanzando una proclama elogiosa para los paraguayos, cuya única misión “entre nosotros es defender la independencia de las Repúblicas del Plata, hostilizadas por el Emperador del Brasil, y comprometidas por la política insidiosa del Gobierno de Mitre”. El general Robles también se dirigió a los correntinos después de la elección de la Junta: “Sólo hemos venido – dijo – para que reconquistéis la libertad de acción de que os priva la demagogia porteña”. El 25 la Junta lanzó un decreto declarando al gobierno del general Mitre traidor a la Patria y aliándose al Paraguay. El ministro de Relaciones Exteriores, José Berges, se instaló en Corrientes, como representante del Gobierno paraguayo y para dirigir los trabajos políticos que debían efectuarse en territorio argentino.

“En tres meses en Asunción”
El 8 de abril ya estaba en Buenos Aires la información oficial de la declaración de guerra, pero ella fue ocultada al público. En cambio se dio gran divulgación a la noticia de la toma de Corrientes. El presidente Mitre lanzó una proclama denunciando la “agresión paraguaya cometida sin declaración de guerra”, y ante la multitud indignada prometió: “En veinte y cuatro horas en los cuarteles. En tres semanas en la frontera. En tres mese en Asunción”. Mitre informó a Urquiza acerca del “acto vandálico” de López, con el que se iniciaba “de manera verdaderamente salvaje” la guerra con la Argentina, a la “que no se pude contestar sino con la guerra”. Mitre hacía honor a las declaraciones y al patriotismo de Urquiza señalándole el puesto que le correspondía en el Ejército argentino. Urquiza le contestó, sorprendida por la noticia de la acción de López, que había llegado el momento de que las palabras dieran lugar a los hechos. “Nos toca – le dijo – combatir de nuevo bajo la bandera que reunió en Caseros a todos los argentinos”, agregando su convicción de que la campaña podía “dar resultado seguro extirpar del todo las disensiones políticas que antes han dividido al país”. Cuando Mitre se informó de la actitud de Urquiza, exclamó “Recogemos el futuro de una gran política”. Efectivamente, la nación entera se sintió insultada al creer que el Paraguay había invadido territorio argentino sin previa declaración de guerra, y se agrupó, en torno del Gobierno nacional. Los disidentes quedaron sumergidos en una ola de indignación. Los planes del mariscal López de frustraron de raíz: ninguna provincia, ningún caudillo se sublevó a favor del Paraguay al estallar la guerra. Cuando se afirmó que López había invadido territorio argentino sin declaración de guerra, el país entero se puso en las órdenes de Mitre. The Standard, órgano de la colectividad inglesa, nada favorable a la policía de Mitre, se declaró a su favor: “Si Buenos Aires hubiese declarado primero la guerra, el caso hubiera sido exactamente inverso. Pero López ha infringido todos los usos de las naciones civilizadas”.

Se firma el Tratado de la Triple Alianza
Rotas las hostilidades entre el Paraguay y la Argentina, y el Brasil, por intermedio de su ministro Octaviano, que acababa de llegar, renovó las gestiones para concertar un tratado de alianza. Sin embargo, no fue fácil llegar a un acuerdo sobre las estipulaciones principales de la alianza. El partido extremista, con Elizalde a la cabeza, estimulado por los acontecimientos, resucitó su viejo ideal anexionista. “Todo estaba preparado para incorporar el Paraguay a la República Argentina en calidad de provincia”, informó Octaviano a su Gobierno. El plenipotenciario brasileño exigió que los aliados se comprometieran a respetar la independencia paraguaya, a lo cual se opusieron los negociadores argentinos. El ministro británico notó una “evidente frialdad” entre Elizalde y Octaviano, lo cual atribuyó a la falta de acuerdo sobre el destino del Paraguay, pero finalmente el Brasil obtuvo que se comprometieran los aliados a respetar la independencia, aunque la Argentina no aceptó este compromiso sino por el término de cinco años.

El 1º de mayo de 1865 se firmó el Tratado entre la Argentina, representada por Rufino de Elizalde, el Brasil, por Octaviano de Almeida, y el Uruguay, por Carlos de Castro. Los tres países contraían alianza ofensiva y defensiva en la guerra “provocada por el Gobierno del Paraguay”. La independencia, soberanía e integridad territorial del Paraguay eran garantizadas por cinco años, y en el ajuste de límites que ya se establecía de antemano, a la Argentina se le reconocían las tres cuartas partes del territorio paraguayo, y al Brasil todo el territorio que disputaba al Paraguay, quedaba reducida a la estrechan Mesopotamia comprendida entre los ríos Paraná y Paraguay.

La guerra era contra el Gobierno del Paraguay, pero en el tratado definitivo de paz que debía firmarlo, no el de López, con quien se prohibía entrar en trato, sino el que el pueblo paraguayo eligiera después de su derrocamiento, el Paraguay debía obligarse a pagar los gastos de la guerra y las indemnizaciones correspondientes. Los aliados se comprometían a no deponer las armas sino de común acuerdo, así como a no tratar separadamente ni firmar ningún tratado de paz, tregua o armisticio, sino en perfecta conformidad de todos. Por un protocolo adicional se disponía la destrucción de la fortaleza de Humaitá, su perpetua desmilitarización, la prohibición de erigir en lo por venir obras de esa naturaleza en el Paraguay y el desarme completo de este país. Los negociadores, previendo la reacción dada favorable a la alianza que produciría en el mundo el conocimiento de estas estipulaciones, acordaron mantener el Tratado en secreto “hasta que el objeto principal de la alianza se haya obtenido”.

Avance paraguayo hasta Goya
No pudo inmediatamente el general Robles emprender el avance hacia el Sur por la falta de elementos de movilidad. La caballería había desembarcado prácticamente sin caballos, esperando hacerse de ellos abundantemente en las estancias de Corrientes, pero estas esperanzas resultaron fallidas. Tampoco tuvieron éxito las convocatorias para la formación de tropas correntinas que se incorporasen a las paraguayas. Finalmente, la columna paraguaya, bajo las órdenes de Robles, inició el 11 de mayo la marcha hacia el Sur bordeando el río Paraná. Las fuerzas de ocupación de la provincia de Corrientes alcanzaban, en ese momento, 250.000 hombres. Trabando pequeñas escaramuzas con tropas correntinas a su paso, el ejército paraguayo llegó el 20 del mismo mes a Bella Vista, de la cual se apodero sin gran resistencia.

La plaza de Corrientes había quedado casi desguarnecida, lo cual tentó al general Paunero a efectuar, en combinación con la escuadra brasileña, una expedición contra esa ciudad. Embarcados 4.000 hombres en Esquina, en diez vapores, aparecieron el 25 de mayo frente a Corrientes, y apoyados por el fuego de la escuadra, procedieron a desembarcar trabándose viva lucha con la desprevenida guarnición que mandaba el Mayor Martínez. Los atacantes lograron apoderarse de la ciudad, la guarnición se retiró a los suburbios. Pero el 26 acudió la versión de que venía desde Humaitá refuerzos para los paraguayos. Bastó ello para que los atacantes volvieran a embarcarse precipitadamente, abandonando muertos y heridos. La ciudad fue inmediatamente reocupada por su antigua guarnición.

Al enterarse López de la expedición argentinobrasileño, ordenó 26 a Resquín el retroceso de sus fuerzas hasta Corrientes, donde pensaba asumir personalmente el mando. Cuando Robles recibió esta orden, Corrientes ya había sido recuperada, por lo cual contestó a López que antes de cumplir la, esperaría “segunda orden” en vista de que se habían modificado las circunstancias. Al propio tiempo continuó su avance, hasta llegar a Goya, ciudad que ocupó el 3 de junio. López se enfureció por este desacato a sus órdenes. “El tenor de los despachos del 26 – telegrafío a Robles – no dejaba la libertad de postergar el cumplimiento de ellas, ni se ha dado nueva orden porque no era necesaria habiéndose previsto en aquella fecha todo lo que ha sucedido y que ha motivado mi resolución”.

Reiterada la orden de retroceso, la columna paraguaya emprendió una lenta retirada hacia el Norte. Desde ese momento Robles cayó en desgracia, hasta que el 23 de julio, estando en Empedrado, fue desposeído de su mando por el ministro de la Guerra, general Barrios, y conducido a Humaitá, donde fue sometido a proceso militar juntamente con sus ayudantes. El 6 de enero de 1866 el mariscal López firmó su sentencia de muerte bajo la inculpación de haber faltado “a sus deberes y a la confianza del Gobierno desde el primer día que pisó territorio argentino”.

Batalla naval de Riachuelo
Después de la excursión a Corrientes, la escuadra brasileña quedó apostada en Riachuelo, un poco al sur de esa ciudad. López concibió entonces el plan de apoderarse de ella mediante un ataque combinado por tierra y agua. Para dirigir de cerca las operaciones, el 9 de julio de 1865 abandonó Asunción acompañando de su estado mayor. Previamente dijo en una proclama: “El desenvolvimiento que va a tomar la guerra en que se halla empeñada la patria con la triple alianza brasileño-argentina-oriental, no me permite ya continuar haciendo el sacrificio de permanecer lejos del teatro de la guerra y de mis compañeros de armas en campaña, cuando el orden público sólidamente afianzado en el país y el unánime entusiasmo de la nación me habilitan a concurrir allí donde el deber de soldado me llama”. López se instaló en Humaitá y ya no se regresó más a la capital, donde quedó atendiendo la administración, en carácter de vicepresidente, el ministro de Gobierno don Francisco Sánchez. Llegado López a Humaitá, dispuso que el 11 de junio se emprendiera el ataque a la escuadra brasileña fondeada en Riachuelo.

La escuadrilla paraguaya, integrada por los vapores Tacuarí, Paraguarí, Igurei, Iporá, Marqués de Olinda, Jejui, Salto Oriental, Pirabebé e Yberá, fue puesta bajo el mando del capitán Pedro Ignacio Meza. A excepción del Tacuarí, todas eran embarcaciones mercantes, armadas en guerra, pero con sus maquinarias por encima de la línea de flotación. En cambio, la escuadra brasileña constaba de diez cañones fluviales, con maquinaria apropiada, armamento superior y mayor velocidad. Estaba al mando del almirante Francisco Barroso. La inferioridad de la escuadrilla paraguaya debía ser suplida, en los planes de López, por la sorpresa, la audacia en el abordaje y la acción de las baterías de artillería instaladas en las barrancas. El primer factor quedó sin efecto desde que la columna fluvial sufrió una demora de varias horas en Tres Bocas para reparar averías sufridas por el Yberá. Cuando fue avistada la escuadra brasileña, avanzado ya el día, todas las disposiciones habían sido tomadas para repeler el ataque. A pesar de ello, el Paranaiba pudo ser abordado, el pabellón brasileño arriado y enarbolado el del Paraguay. Además, el Jequitinhonha y el Belmonte, obligados a encallar, fueron inutilizada por la acción paraguaya. La superioridad del armamento brasileño pronto se puso de manifiesto. El Amazonas, logró libertar al Paranaiba y puso fuera de combate al Jejui, Salto y al Marqués de Olinda.

El Paraguarí, alcanzando por un proazo, también encalló. La escuadra paraguaya quedó reducida a la mitad de su efectivo. No obstante, continuó luchándose esforzadamente. El capitán Meza fue herido mortalmente, transmitiéndose el mando en plena batalla al Capitán Remigio Cabral. A las cinco y media, los cuatro barcos paraguayos sobrevivientes, seriamente averiados, iniciaron la retirada en dirección a Humaitá.

El poder naval paraguayo quedaba destruido, pero la escuadra brasileña, daña el río, no pudo sacar gran provecho de la victoria. No emprendió la persecución de los casi destrozados barcos paraguayos, y poco después abandonaba su fondeadero rumbo al Sur.

La expedición al Uruguay
Al comenzar las hostilidades, las fuerzas concentradas en Villa Encarnación y en Pindapoy, a la izquierda del Paraná, fueron puestas bajo el mando del teniente coronel Antonio de la Cruz Estigarribia, quien ordenó que el 5 de mayo de 1865 la vanguardia, dirigida por el mayor Pedro Duarte, emprendieran la marcha hacia el río Uruguay. El avance de la columna fue rápido. El 10 de mayo se encontraba ya en Santo Tomé, sobre el río Uruguay, y desde allí practicó diversas exploraciones para conocer la fuerza de los enemigos. El 31 de mayo, Estigarribia, con el grueso de la columna paraguaya, que hacía con la vanguardia de Duarte un total de 10.000 hombres, inició la marcha siguiendo el mismo derrotero.

El 7 de junio se reunieron ambas fuerzas en Santo Tomé, y desde allí emprendieron rápido avance hacia el Sur, costeando el río Uruguay, el mayor Duarte, con su tropa de vanguardia, por la margen derecha, y el teniente coronel Estigarribia, con el grueso, por la margen izquierda, después de habar vadeado, venciendo débil resistencia, el río en el Paso Hormiguero se apoderó a viva fuerza de San Borja el 11 de junio. Las fuerzas brasileñas, que instruidas por su comandante el general David Canabarro ascendía 12.000 hombres, poco hicieron para impedir el avance de la columna principal. “Los paraguayos que se encontraban en el lugar, atacados por nuestros bravos – cuenta un cronista brasileño refiriéndose a una de las escaramuzas – paraban, morían, pero el grueso de sus fuerza caminaba sin cesar.

Batalla de Mbuty
El capitán José del Rosario López, al frente de un destacamento de 400 hombres, tenía la misión de ciudad los flancos de la columna principal y de recoger ganado. En cumplimiento de este objetivo avanzó hacia los bañados de Mbuty, donde el 26 de junio fue sorprendida por fuerzas brasileñas en número de 3.500. López mantuvose a pie firme y resistió heroicamente once cargas consecutivas de los atacantes, mandados por el coronel Fernándes. El combate se prolongo todo el día, quedando finalmente, a pesar de la enorme superioridad numérica del enemigo, las fuerzas paraguayas en posesión del terreno, no sin haber sufrido la pérdida de más de la mitad de su efectivo. Al día siguiente emprendieron la retirada para unirse a Estigarribia, sin ser molestado por los brasileños, que también sufrieron gran mortandad en el combate.

Después de esta batalla, las fuerzas brasileñas se propusieron esperar en el paso del río Ybycuí, sorprendiendo a los paraguayos entre dos fuegos. Pero los planes fueron desbaratados por la intrepidez de Estigarribia. Comenzó la difícil operación el 18 de julio, y el 23 ya estaban al otro lado del río todas sus fuerzas. Para el pasaje de los ríos, el mariscal López organizó el cuerpo de los “bogavantes”, hábiles pontoneros que tendían con rapidez puentes mediante canoas que eran transportadas en carretas. Con el mismo método fueron atravesados el arroyo Yapeyú, el río Toropasso y el arroyo Ymbahá. Los brasileños, no quisieron arriesgar ninguna batalla, “si todas las probabilidades de triunfo” de acuerdo con instrucciones superiores, y de este modo dejaron avanzar al Ejército paraguayo rumbo a la ciudad de Uruguayana.

Ocupación de Uruguayana
Las primeras instrucciones de Estigarribia le ordenaban acaparar en Itaquí, pero López aprobó la prosecución del avance hasta Uruguayana sin detenerse dentro de la ciudad para evitar que los enemigos le sitiaran. Al mismo tiempo, el mayor Duarte debía avanzar hasta Paso de los Libres y allí esperar, lo mismo que Estigarribia en la otra banda, nuevas instrucciones del mariscal López, que las debía dar ya desde el teatro mismo de las operaciones, pues era su propósito colocarse al frente de las tropas, trasladándose, a tal efecto, a la provincia de Corrientes. Este pensamiento de López no tuvo efecto por el consejo del obispo Palacios, de madame Lynch y de otros allegados íntimos, quienes le convencieron de los peligros que significaba para el país el exponer su persona a los riesgos de la guerra.

Estigarribia, de acuerdo con las nuevas instrucciones, prosiguió su avance hasta Uruguayana, de la cual se apoderó, casi sin resistencia, el 5 de agosto. Desde el 2, el mayor Duarte ya se encontraba en Paso de los Libres, al otro lado del río Uruguay. El avance se había realizado sincrónicamente, y leñas, y sin grandes dificultades, los aliados pusieron cerco al ejército paraguayo mandado por Estigarribia que se había refugiado dentro de la ciudad Uruguayana. Poco después aparecieron frente a la ciudad situada, juntamente con nuevas fuerzas, el emperador del Brasil, Don Pedro II, y el presidente de la Confederación Argentina, general Mitre. Se suscitaron diversas cuestiones sobre el mando de las fuerzas aliadas, que, al final, quedaron resueltas amistosamente. Varias intimaciones a Estigarribia para rendirse a sus sitiadores fueron rechazadas airosamente. A la enumeración de sus recursos superiores que le habían hecho los jefes aliados contestó, imitando al capitán espartano: “Tanto mejor, el humo del cañón nos hará sombra”. Las tentativas realizadas para romper el cerco no tuvieron éxito y pronto los víveres comenzaron a escasear, hasta faltar del todo.

Estigarribia no conservó ánimo suficiente para seguir resistiendo las privaciones, y el 19 de septiembre, sin haber probado un solo momento sus fuerzas con las del grueso aliado, antes de que éstos iniciaran un asalto general, solicitó una capitulación, que le fue concedida en el acto. Se rindieron a los aliados 59 oficiales y 5.131 soldados. Sucedió entonces un extraño episodio. Los soldados de la caballería riograndese se dedicaron a la caza de prisioneros paraguayos, que eran arrastrados en sus grupas, con el propósito de vender más tarde como esclavos a los de tez cobriza, tal como se había hecho ya después de Yatay. Los que escaparon a esta suerte, por intervención de los jefes argentinos y orientales, no pudieron librarse, en su mayoría, de otra más aminosa: fueron filiados en las filas aliadas y obligados a combatir a su propia patria.

Evacuación de Corrientes
La primera etapa de las operaciones paraguayas en territorio argentino no había sido feliz. Con los desastres de Yatay y de Uruguayana, lo más granado del ejército quedó aniquilado. Riachuelo demostró que era imposible romper el bloque fluvial. Las fuerzas de Corrientes, que bajo el mando de Robles habían avanzado profundamente, estaban amenazadas de ser flaqueadas por el ejército aliado. Además, los cálculos políticos de López habían fallado: no se produjo la insurrección general que tan ansiosamente esperaba. El 3 de octubre fue expedida la orden de abandonar el territorio argentino. Explicó el ministro Berges: “Manda (el mariscal López) reconcentrar los ejércitos de la República con una masa compacta en el centro de sus recursos, para no depender su seguridad de la inestabilidad de las simpatías ni sus operaciones de ninguna cooperación ajena, poseyendo la unidad de sentimiento nacional junto con las ventajas de su territorio, lo que le harán triunfar de los enemigos de la patria con los principios que defiende su Gobierno”.

El 30 de octubre habían repasado el río Paraná todas las tropas del general Resquín. La escuadra brasileña, que avanzaba por el río a medida que se retiraba los paraguayos, no pudo impedir la operación. Regresaban sólo 19.000 hombres, de los cuales 5.000 estaban enfermos. Unos 5.500 habían perecido en Corrientes, los que, simados con los rendidos por Estigarribia, daban una pérdida de 21.000 hombres. En el Paraguay habían muerto, por distintas epidemias, cerca de 30.000 hombres. Las pérdidas totales eran de 40.000 muertos y 10.000 prisioneros cuando apenas comenzaba la guerra. El mariscal López no se desalentó. Logró reunir, mediante nuevos reclutamientos, 30.000 hombres. Abandonó Humaitá y el 25 de noviembre de 1865 asumió en Paso de Patria el mando el Ejército. Se dispuso a esperar al enemigo a la sombra de Humaitá: en estrecho triángulo situado entre los ríos Paraguay y Paraná, y los grandes bañados de Ñeembucú, posición estratégica excelentemente elegida, donde los ejércitos aliados no pudieron vencer la resistencia paraguaya sino al cabo de tres años de incesantes y grandiosos combates.

La guerra se torno impopular en Argentina
Liberado el territorio correntino de invasores, se acabaron los escasos entusiasmos argentinos a favor de la guerra. Entre Ríos fue el foco de la resistencia popular a una guerra que era odiosa al sentimiento popular. El vicepresidente Paz escribió a Mitre: aunque el General Urquiza tenga el más vehemente deseo de mandar fuerzas de Entre ríos al ejército, entiendo que no lo ha de conseguir, y que al fin lo que puede traer su empeño es la anarquía en esa provincia de.” Los entrerrianos alegaron que no eran ellos solos los que se negaban a alistarse. Decía el Republicano de Concordia: “¿Por qué culpar al general Urquiza de la desafección de Entre Ríos por la actual guerra? ¿Por qué culparlo del odio inveterado que profesa ese pueblo, como todos los de la República del Plata, a la alianza con una república vecina? Pude haber mucho amor y veneración por la patria, pero no se puede conseguir que los pueblos olviden sus desafectos. Puede hacerse acallar un día, una semana, un mes, en fin, el espíritu republicano en los hombres, pero la mina por último estalla y arrastra bajo su explosión cuanto encuentra. ¿Acaso la guerra actual ha sido impopular sólo para la provincia de Entre Ríos? ¿En toda la República Argentina no se han visto desafectos? ¿La República Oriental no ha sentido también las consecuencias de la alianza? Llámese a la provincia de Entre Ríos para una guerra popular, llámasela para contrarrestar el poder de la monarquía, y preguntaremos después si ha quedado un entrerriano, uno solo, que no se haya presentado al llamado Patria.”

La opinión favorable al Paraguay comenzó a manifestarse en la propia capital. El 1° de febrero de 1876 apareció en Buenos Aires, bajo la dirección de Agustín de Vedia, el diario La América con el abierto programa de combatir al Brasil y propugnar la paz con el Paraguay. “En el Brasil”, decía, “combatiremos al enemigo por tradición, a nuestro agresor encubierto, al peligro inminente que gravita sobre nuestras repúblicas”. Y sostenía: “Convencido de que sólo un grande error y una desinteligencia no menos grande, a la vez que una desviación completa de los intereses americanos, ha podido traer al guerra que afecta a la República Argentina, clamaremos, siempre que sea oportuno, porque la paz establecida sobre bases de equidad y de justicia ponga un término a la lucha, dejando debatirse entre el Paraguay y el Imperio D. Pedro II la guerra de regeneración cuyos fecundos resultados aguardan los pueblos todos, fieles a las tradiciones americanas”.

Alberdi, defensor del Paraguay
Nadie defendió con más calor y entusiasmo la causa del Paraguay que el pensador argentino Juan Bautista Alberdi, quien en París, donde estaba radicado, publicó numerosos folletos y artículos periodísticos que encontraron amplia difusión. Decía en uno de ellos: “El Paraguay representa la civilización, pues pelea por la libertad de los ríos contra las tradiciones de su monopolio colonial; por la emancipación de los países mediterráneos; por el doble principio de las nacionalidades
; por el equilibrio no solo del Plata, sino de toda la América del Sur, pues siendo todas sus Repúblicas, excepto Chile, países limítrofes del Brasil, cada triunfo del Brasil es pérdida que ellas hacen en la balanza del poder americano. La campaña actual del Paraguay contra las pretensiones retrógradas del Brasil y Buenos Aires es la última faz de la revolución de mayo de 1810. Levantando el estandarte y haciéndose el campeón de las libertades de las América interior. Esta joven República devuelve hoy a las puertas del Plata la visita que hizo Belgrano en 1811. La obra que Bolivar tomó de las manos de San Martín para proseguir hasta Ayacucho, viene hoy a manos del jefe supremo de la Asunción. Extender la revolución al corazón del Brasil fue el sueño dorado de Bolívar. No logro llevarlas a cabo por las emulaciones de Buenos Aires. Rivadavia lo intentó en seguida, pero tropezó con la resistencia del localismo de la misma Buenos Aires, que hizo la paz con el Brasil renunciando a la Banda Oriental. El general López, nacido a un paso de Misiones, cuna de San Martín y del suelo que lleva el nombre de Bolívar, es el llamado a coronar la obra de ese grande hombre en el suelo de Río Grande abonado por la mano de Garibaldi”.

Cuando a Alberdi se le echó en cara que estaba defendiendo a los enemigos de su patria, dijo: “Admito que es mejor equivocarse con su país que acertar con el extranjero, pero ¿qué es extranjero la guerra que en mi país se hace hoy día por encargo y de cuenta del Brasil? Si no hubiese en la arena más combatiente que el Paraguay y la República Argentina, el puesto de todo argentino estaría designado por el más simple deber. Pero sin la injerencia del Brasil ¿es admisible siquiera la hipótesis de una guerra argentina con el Paraguay?”.

El Brasil teme por la independencia paraguaya
Pasado el serio peligro que significó la invasión paraguaya, en Brasil se consideró con mayor frialdad el tratado de alianza que se había firmado y ratificado a tambor batiente. El Consejo de Estado del Emperador condenó con extrema severidad muchas de sus cláusulas, especialmente las territoriales, que concedían a la Argentina ventajas desproporcionadas a las que el Brasil se garantizaba. Misiones, que desde antes de 1810 estaba bajo el dominio paraguayo, y el Chaco, en su inmensa extensión jamás poseída y solo vagamente pretendida por la Argentina, era un premio asaz valioso a su accesión a la alianza, y representaba por sí solos las dos terceras partes del Paraguay, que, descontada también la sección adjudicad al Brasil, quedaba reducida a una estrecha Mesopotamia, abrazada y oprimida por la confederación por sus dos lados mayores. En esas condiciones, según hizo notar el Consejo de Estado, “será imposible mantener por mucho tiempo la independencia efectiva del Paraguay”, pues aun cuando ella se garantice por más de cinco años, “siempre se hallara a merced de la Argentina”. El primer cuidado del Imperio fue procurar obtener que esa garantía, que el Gobierno argentino había querido otorgar por solo cinco años, fuera prorrogada, y su la atacase, el interés de la República Argentina consiste en defenderla. Si anexiona, o medita una anexión, puede estar segura que en el momento en que llegue a manifestarla el Brasil se levantará en masa y no dejara las armas hasta no haber logrado la completa victoria”. El Gobierno Argentino rehusó comprometer su futura libertad de acción con compromisos estrictos, y desde ese mismo momento el Brasil se propuso destruir las ventajas que había consentido a su aliado sólo para ganarse su cooperación.

Victoria paraguaya en Corrales
Casi diariamente López enviaba expediciones a la costa argentina, para arrear ganado o para facilitar la deserción de los prisioneros paraguayos. Los desembarcos se efectuaban a la vista de la escuadra brasileña, que se mantenía inactiva, alegando que sin órdenes de su comandante Tamandaré no podía tomar la iniciativa. Mitre procuró en vano que la escuadra saliera de esa inactividad y envió un emisario ante Tamandaré, que aún estaba en Buenos Aires, instándole que viniera a ponerse al frente de las fuerzas navales. En tanto, para escarmentar a los paraguayos, cuyas audaces incursiones eran más frecuentes, se dispuso una emboscada. El 31 de enero de 1866 los paraguayos, en número de mil, el mando del coronel José Eduvigis Díaz, se proponía realizar una de sus incursiones, aunque en mayor escala que las anteriores. A punto de ser copados, los 250 soldados que desembarcaron primero y se introdujeron profundamente, retrocedieron hasta los buques de Corrales, donde recibieron refuerzos y resistieron las acometidas de los aliados, hasta obligar a estos a abandonar el terreno y a dispersarse, obtenido lo cual repasaron el río llevándose sus muertos y heridos.

La escuadra brasileña pudo haber convertido la batalla de Corrales en una grave derrota paraguaya, con evitar que los atacantes se reembarcaran, como lo hicieron tranquilamente. Su inacción colmó la paciencia argentina, y los diarios de Buenos Aires que más había propugnado la alianza con el Brasil, la expedición de La Nación Argentina, no tuvieron reparo en criticar esa actitud. Dijo La Tribuna “el auxilio de la escuadra era su única, pero su grande utilidad de la alianza” por lo cual su ausencia en las operaciones bastaba para dejar sin efecto la alianza. Ante el clamor argentino, Tamandaré decidió salir de la pasividad: después de muchas vacilaciones, dio orden a la escuadra para remontar el río Paraná hasta Tres Bocas, lo que se cumplió el 17 de marzo de 1866.

Lanchones paraguayos atacan a la escuadra
A pesar de todo, la escuadra brasileña no se ponía al alcance de los cañones de Itapirú, que guardaban la entrada del río Paraguay, López ideo un procedimiento para hostilizarla. Desde el 23 de marzo y durante quince días una chata que llevaba a bordo un cañón de grueso calibre era remolcada a vapor o por nadadores, hasta muy cerca de los barcos brasileños, y desde esa distancia hacía certeros disparos. El teniente María José Fariña dirigía la operación. El 25 la escuadra quiso abordar a la frágil embarcación, pero las fuerzas de desembarco fueron rechazadas; el 27 la chata causó terrible estrago a bordo del Tamandaré y la escuadra entera se vio obligada a retroceder. El 28, un tiro certero, derrumbó el palo mayor del Barroso. El mando de la escuadra brasileña comenzó a inquietarse, creyendo que se encontraba ante una nueva y desconocida arma capaz de hacer variar el curso de la guerra. La noticia del combate de la chata trascendió a Europa, donde suscitó asombro y curiosidad. Pero cuando, por exceso de audacia – la chata al amparo de la noche colocarse a retaguardia de la escuadra – ésta logró al fin capturarla, los aliados se enteraron de que no había tal “nueva máquina de guerra”.

Grandes combates en Tuyutí
El plan de López consistió en atraer a los aliados a territorio paraguayo, y antes de que pudieran establecer comunicación con la escuadra, destruirlos en una gran batalla campal. Abandonó el fuerte de Itapirú y el 16 de abril de 1866 las fuerzas aliadas vadearon el río Paraná, instalado luego su campamento al sur del Estero Bellaco, donde el 2 de mayo fueron atacados por 3.800 hombres al mando de los comandantes José Eduvigis Díaz, Francisco Fide Valiente y Basilio Benítez. La sorpresa obtuvo inicialmente completo éxito. Los atacantes se apoderaron de la artillería y de varias banderas y el general Flores estuvo a punto de caer prisionero. Díaz avanzó hasta el centro del campo aliado, introduciendo gran confusión, pero, en peligro de ser copado, se retiró a las posiciones paraguayas después de ocasionar grandes bajas.

Los aliados, para evitar la repetición de estas sorpresas, ocuparon los campos de Tuyutí, al norte de Bellaco, que era lo que López buscaba, pues se proponía encerrarles allí dentro de una gran tenaza de fuego. Sus tropas – 23.000 hombres – en cuatro columnas, debían atacar simultáneamente el 24 de mayo; pero Barrios, que debía dar la señal de ataque en las primeras horas de la montaña, por accidentes improvistos no pudo hacerlo sino a mediodía. Además, los aliados estaban apercibidos para un reconocimiento, por lo que la sorpresa, factor capital en los planes paraguayos, no se produjo. Cuando comenzó el ataque, los aliados, que eran 52.000, estaban ya preparados y sólidamente atrincherados. Segados por la metralla, los paraguayos asaltaron las posiciones; las primeras trincheras fueron íntegramente tomadas, pero la artillería con sus 120 bocas de fuego, defendió las posiciones centrales con éxito. Nada pudo el heroico denuedo de los paraguayos, que morían abrazados a los cañones. Cinco horas duró el terrible combate, la mayor batalla campal librada hasta entonces en Sudamérica. Los paraguayos se retiraron dejando 5.000 muertos y 7.000 heridos. Los aliados tuvieron 8.000 bajas y sus cuadros quedaron totalmente desorganizados.

Inglaterra publica el Tratado secreto
A principios de 1866 el Gobierno británico dio a la publicidad el texto del Tratado secreto de la Triple Alianza. El conocimiento de sus estipulaciones volcó la opinión mundial a favor del Paraguay. Alberdi volvió a alzar su voz para execrar la alianza. La América, en Buenos Aires, sostuvo que el Tratado proclamaba el saqueo. Todos los diarios porteños, a excepción de la Nación Argentina, criticaron duramente las disposiciones del Tratado. Voces autorizadas y valientes se alzaron en todas partes en defensa del Paraguay. El poeta Carlos Guido y Spano y otros escritores publicaron libros condenando la alianza. La guerra, de impopular que era, se convirtió en odiosa para la gran mayoría del pueblo argentino. Los contingentes se negaban a marchar al teatro de la guerra y tenían que hacerlo “entre filas de veteranos semejantes más a cadenas de presos que núcleos cívicos dispuestos a defender el hogar común”. Impotente el Gobierno, ni siquiera se atrevía a sancionar a los diarios que hacían la apología ardorosa del país con el cual se estaba oficialmente en guerra.

Protesta de los países del Pacíficos
Los países del Pacífico, que en junio de 1866 ofrecieron su mediación a los aliados para buscar una avenencia pacífica, cuando se enteraron del Tratado el 1° de Mayo, resolvieron presentar una protesta colectiva. El ministro de Relaciones Exteriores del Perú, Toribio Pacheco, el 9 de julio, instruyó a sus representantes en Río de Janeiro, Buenos Aries y Montevideo para que declararan a los respectivos Gobiernos aliados que el Tratado de la Triple Alianza contenían disposiciones que afectaban al derecho público americano y que no podían ser aceptadas por los pueblos del Continente. Sostenía que desde que por el tratado la guerra no se limitaba a “reclamar un derecho, a vengar una injuria, a reparar un daño, sino que se extiende hasta desconocer la soberanía e independencia de una nación americana, a establecer sobre ésta un Protectorado, a disponer de su suerte futura, el Perú y sus aliados no pueden guardar silencio, y el más sagrado e imperioso de los deberes les compele a protestar del modo más solemne contra la guerra que se hace con semejantes tendencias y contra cualesquiera actos que, por consecuencia de aquellos, menoscaben la soberanía, independencia e integridad de la República Paraguaya”. En el mismo sentido protestaron Chile, Ecuador, Colombia y Bolivia.

El presidente de Bolivia ofrece su alianza a López
El presidente de Bolivia, Melgarejo, no se limitó a contestar diplomáticamente por las estipulaciones del Tratado secreto. De consuno con el caudillo argentino Saa, que refugiado en La Paz estaba preparando un vasto movimiento subversivo en las provincias, resolvió acreditar ante López a don Juan Padilla, con una carta en que le decía: “Acredito ante V. E., como mi enviado particular y el del Sr. General Saa, al ciudadano argentino D. Juan Padilla. El mismo señor Padilla explicará a V. E. mi adhesión a la justa causa que sostiene la República del Paraguay contra tres naciones aliadas que no enarbolan otra bandera sino la de la conquista cuatro importantes Repúblicas del Pacíficos, como Chile, Perú, Colombia y Bolivia, puedo asegurar a V. E. que en caso de que no llevase a efecto la protesta hecha a la faz del mundo por las referidas naciones, yo con mi ejército iré en ayuda de V. E. Estoy, pues esperando noticias de V. E. para acudir presuroso a combatir al lado de V. E. las fatigas del soldado. Tengo pronta una columna de 12.000 bolivianos, que unidos a los heroicos paraguayos, harán proezas de valor”. Padilla llegó al Paraguay después de una larga odisea, pero cuando López se disponía a aceptar el ofrecimiento de Melgarejo, éste había sido depuesto del cargo y asesinado por una revolución triunfante. No obstante, entre el Paraguay y Bolivia se estableció a través de Curumbá, un tráfico comercial que, en alguna medida, suplió los efectos del bloqueo de los aliados mediante el cual López siguió comunicándose con el mundo.

Sangrientas batallas en Boquerón y Sauce
Fracasado su plan ofensivo, López decidió mantenerse a la defensiva, eligiendo la fortaleza de Humaitá como centro de su sistema defensivo. El río Paraguay fue fortificado en Curuzú y en Curupaity y una vasta red de atrincheramiento defendió todos los pasos de los esteros accesibles a Humaitá. López instaló su cuarte General en Paso Pocú, que estaba unido por telégrafo con todos los sectores. Reorganizado su ejército después de la hecatombe de Tuyutí, el 10 de julio tomó nuevamente la iniciativa atacando con éxito las posiciones del flanco derecho de los aliados y Yataity Corá. Después, el objetivo de impedir que el campamento aliado se abriese comunicación con el río Paraguay, donde estaba apostada la escuadra, mandó fortificar la punta Ñaró de los bosques de Sauce o Boquerón.

La construcción de las trincheras se ejecutó durante la noche, a pocos metros de las avanzadas aliadas, confundidos los zapadores con los cadáveres insepultos de la batalla del 24 de mayo. Al amanecer, los aliados se dieron cuenta de la aparición de la peligrosa cuña de los paraguayos e inmediatamente se propusieron desalojarlos de sus nuevas posiciones. Del 16 al 18 de julio se trabaron furiosos combates por la posesión de las trincheras. Los paraguayos defendían, según una cronista argentino, las trincheras ciegos de coraje, a bayonetazos, con piedras y balas que lanzaban con las manos, con paladas de arena que arrojaban para cegar al asaltante, culatazos, a botes de lanza. Varias veces se tomaron las trincheras y fueron nuevamente desalojadas para volver en seguida al tanque. En uno de los contraataques, el general Elizardo Aquino, en una loca carga a través de un campo abierto, fue mortalmente herido. El 18 el combate adquirió su máximo vigor. A través de un callejón, argentinos y uruguayos, haciendo también alarde de heroísmo, quisieron conquistar las posiciones principales del Sauce, pero fueron rechazados. La mortandad sufrida por ambas partes fue terrible.

Entrevista de Yataity Corá
López conocía el cambio que se había producido en la opinión argentina y sabía también que un viaje de la lucha a favor del Paraguay sería cada día más problemático. Creyó llegado el momento de tentar la paz y el 11 de septiembre invitó a Mitre a una conferencia. La entrevista se efectuó a día siguiente en Yataity Corá, que quedaba entre ambas líneas. Ambos personajes conversaron amistosamente durante varias horas. Lo hicieron sin testigos, y al final se consiguió en un memorándum que el mariscal López había propuesto al presidente Mitre “buscar medios conciliatorios igualmente honrosos para todos los beligerantes a fin de ver si la sangre hasta aquí vertida podía considerarse suficiente para lavar los mutuos agravios, poniendo término a la guerra más sangrienta de al América del Sur, por medio de satisfacciones mutuas, igualmente equitativas y honrosas que garanticen el estado permanente de la paz y la sincera amistad entre los beligerantes”. El presidente del Paraguay se mostró dispuesto a satisfacer en negociaciones pacíficas las exigencias legítimas de los aliados, sobre todo las argentinas, incluso en el arreglo definitivo de los límites, pero declaró que las imposiciones del Tratado secreto, y menos que ninguna la de su separación del mando, “no las aceptaría sino cuando fuere vencido en sus últimas trincheras”.

Mitres se limitó a escuchar las proposiciones de López, prometiendo someterlas a la decisión de los Gobiernos aliados. López le manifestó que “había dado el paso de buscar una entrevista para ver si era posible la paz en los términos que él creía convenientes, y que la haría con más vigor aun no viendo la posibilidad de un arreglo inmediato, pues no podía paraliza su acción esperando la deliberación de los Gobiernos aliados, que tendría necesariamente que ser lenta”, según informó Mitre a su Cancillería. La entrevista se desarrolló cordialmente y al término de ella ambos presidentes se cambiaron, como recuerdo, sus respectivos látigos.

Brillante victoria en Curupaity
Abandonando el plan de flanquear las posiciones de Humaitá, los aliados resolvieron llevar el ataque por el río con el concurso de la escuadra brasileña que hasta ese momento se había mantenido frente a Itapirú. López, para contrarrestar ese plan, ordenó la apresurada fortificación de las barrancas de Curupaity, donde en un estrecho campo de dos kilómetros, entre el río y los esteros, 5.000 paraguayos, al mando del general Díaz, con 49 piezas de artillería, esperaron la embestida de loa aliados. Estos, mandado personalmente por Mitre, atacaron las posiciones paraguayas el 22 de septiembre de 1866. Los atacantes, a pesar de sus porfiados esfuerzos, no pudieron romper la resistencia paraguaya, tan certeramente dirigida que, en menos de cinco horas, el ejército aliado abandonaba el combate dejando más de 5.000 muertos. La acción de Curupaity fue de resonante efectos para la moral paraguaya. El general Díaz se convirtió en el ídolo del pueblo, aunque algún tiempo después moría a raíz de heridas durante un reconocimiento en las aguas del río dominadas por la escuadra brasileña. López no estaba en condiciones de aprovechar el éxito para pasar a la contraofensiva, pero se valió de la larga inacción en que se sumieron los aliados para completar las fortificaciones de Humaitá.

El desastre de Curupaity produjo doloroso estupor en las capitales aliadas. Las incriminaciones mutuas agrietaron la solidaridad de los aliados. La escuadra brasileña fue nuevamente objeto de enconados ataques, a los cuales ya no fue ajeno el propio órgano oficial. Dijo la Nación Argentina: “El rechazo del Ejército, entre tanto, hace más premiosa de la necesidad de que la escuadra haga algo para facilitarle las operaciones, y ese algo es la destrucción de Curupaity, ya no quiere tener la gloria de reducir a silencio los cañones de Humaitá. ¡Tanto poder inactivo, tantos acorazados ociosos, tantos y tan grandes cañones silenciosos, tantos bravos marineros ansiosos de batirse y condenados a la inacción, cuando la alianza necesita con más urgencia que nunca del concurso activo de todos esos elementos! ¿Será posible que continúe esta situación? ¿Consentirán el Brasil en que la guerra se prolongue más de lo necesario y que se retarde el triunfo de la alianza, por inacción de la Escuadra?”.

Brasil no quiere paz negociada con López
Mitre, después de Yataity Corá en vísperas de Curupaity, aconsejo al Gobierno que se hiciera la Paz con el Paraguay, aceptando las negociaciones sugeridas por López. El 25 de septiembre el Gabinete argentino, alarmado por el estado de conmoción del país, instruyó al general Mitre para tratar con el Paraguay, entendiéndose previamente con los aliados; quedó también autorizado a separarse del estado de alianza en todo aquello que no pudiera comprometer los intereses argentinos. El mimos Marqués de Caxías fue de parecer aceptar en negociaciones pacíficas, pero el Emperador se opuso terminantemente a todo trato con el gobernante paraguayo. “Abdicaré más bien que tratar con semejante déspota”, dijo don Pedro II. El Brasil propuso que Mitre le contestara a López que “los Gobiernos aliados, que no hacen guerra a la nación paraguaya, sino a la política y al gobierno del mariscal López, no pueden en circunstancia alguna tratar de paz mientras permaneciera en su suelo el presidente López”. El Gobierno argentino insistió en que se negociara con López y que se prescindiera, para la paz, de las estipulaciones del Tratado secreto. El Brasil estuvo a punto de considerar un casus belli la iniciativa argentina. La alianza parecía zozobrar. Mitre, alarmado ante los acontecimientos, intervino personalmente y consiguió resolver el incidente mediante el retiro de las notas cambiadas de parte a parte, pero Caxías recibió instrucciones de que, en caso de ser nuevamente invitado con López a conferenciar, no aceptara tal invitación, salvo que fuese para una rendición incondicional, “pues el Gobierno imperial no aceptaría del dictador ninguna otra forma de capitulación”.

Insurrección de cuatro provincias argentinas
El descontento contra la guerra acreció en Argentina después de Curupaity y de conocerse el rechazo de la propuesta de paz de López por voluntad del imperio. Una vasta revolución se inició espontáneamente el 8 de noviembre del año 1866, en Mendoza, donde 200 reclutas para la guerra se amotinaron con los gendarmes que los custodiaban y depusieron al gobernador. La rebelión se generalizó rápidamente. El 6 de diciembre, el coronel Felipe Varela invadió desde Chile el territorio argentino, proclamando la paz y amistad con el Paraguay. Respondieron a su llamamiento las provincias de Rioja, San Juan y San Luís, donde el teniente coronel Felipe Saa levantó también la bandera de rebelión “contra la Triple Alianza”. Los revolucionarios de Cuyo proclamaron así mismo que uno de sus principales objetivo era la paz con el Paraguay, la alianza con el mismo y rechazar al enemigo común.

Ante el incremento de la rebelión fueron recibidas apresuradamente tropas del Paraguay para batir a los insurrectos. En Rosario y Buenos Aires surgieron peligrosos focos subversivos; numerosos políticos de la oposición fueron apresados, y clausurados diarios como La América. El vicepresidente Paz, impotente ante la rebelión, pidió a Mitre que viniera a sofocarla personalmente. El ministro del Interior, doctor Guillermo Rawson, explicó a Mitre que la prolongación de la guerra era la causa principal de la anarquía. Mitre no aceptó esta explicación, considerando que la prolongación de la guerra tenía su causa en el descontento popular, pues sin sublevaciones ya estaría terminada. En febrero de 1867, Mitre, atendiendo a sus instancias de Paz y llevando consigo la mayor parte de los efectivos argentinos, abandonó el Paraguay. Dejó el mando a manos de Caxías, y después de reasumir la presidencia dirigió la campaña contra los rebeldes. Algunos brasileños anhelaron el triunfo de los revolucionarios. “Deseo de todo corazón – escribía Benjamín Constant – que la Revolución tome incremento” para tener ocasión de romper la alianza que “nuestra diplomacia contrajo a fuerza de falta de patriotismo, de mala fe y de imbecilidad”. Los revolucionarios fueron finalmente derrotados en San Ignacio el 1° de abril de 17867.

Gestión de paz de los Estados Unidos
La Cámara de Diputados de los Estados Unidos resolvió el 17 de diciembre de 1866 invitar al Gobierno a que ofreciera sus buenos oficios a los beligerantes. La oferta se formuló simultáneamente en las cuatro capitales y se sugirió Washington como sede de las negociaciones de paz bajo la presidencia de un delegado de la Unión. El Gobierno paraguayo aceptó la mediación norteamericana, pero el jefe aliado, Caxías en sus comunicaciones con el ministro Washburn, puso como condición previa para entrar en negociaciones el alejamiento del mariscal López del Gobierno y del país. Washburn se negó a considerar semejante condición, y al rechazar este punto escribió a Caxías que el Gobierno de los Estados Unidos, en consonancia con su tradicional política, no podía mirar favorablemente el Tratado de alianza “por el cual las tres potencias se obligaron a imponer otra autoridad que la presente al pueblo paraguayo”.

Al Gobierno uruguayo, ganado también por el deseo de paz, no le pareció atinado al rechazar la mediación de los Estados Unidos. Flores deseaba una razón que los justificase. El agente uruguayo en Río de Janeiro, que era Andrés Lamas, recibió instrucciones de gestionar la acepción de las proposiciones norteamericanas, y lo hizo con calor. “La guerra – dijo Lamas en odio o de orgullo, teniendo por fin batir y destruir, es una atrocidad, un crimen”. La prensa argentina y uruguaya, casi unánimemente, clamaron por la acepción de los buenos oficios norteamericanos criticando acerbamente al Brasil, que se obstinaba en seguir la guerra rehusaba cualquiera paz que no se asentara sobre la base del Tratado secreto, que el Gobierno de los Estados Unidos se mostraba dispuesto a reconocer ni siquiera como un hecho consumado.

Finalmente el Gobierno argentino, después de consultar con el Brasil, rechazó la mediación norteamericana el 30 de marzo de 1867. Pero el ministro de los Estados Unidos insistió en el ofrecimiento de su Gobierno afirmando que el sentimiento general, como lo indicaba la prensa, era de cansancio por la prolongación de la lucha, con un deseo vivo por la paz, demostrado por la abierta rebelión de cuatro provincias y la seria desafección de otras. La requisitoria norteamericana no tuvo éxito. El emperador del Brasil no quería la paz. La argentina estaba condenada, por el Tratado de alianza, a seguir la guerra hasta el final, contra la opinión de su pueblo y del mundo entero.

Queda completado el bloqueo del Paraguay
Las expediciones enviadas por tierra desde Río de Janeiro para recuperación de Matto Grosso necesitaron tres años para cumplir su cometido. En Laguna, una de ellas sufrió un desastre. Finalmente, el 17 de julio de 1867 cayó Curumbá, cuya guarnición fue pasada a cuchillo. Recuperado Matto Grosso por el Brasil, quedó cerrado el círculo de hierro en torno al Paraguay. Por Alto Paraguay se venía manteniendo, aunque débilmente, comunicación y algún comercio con el mundo exterior a través de Pacífico. Cortada esa vía, el Paraguay debió bastarse en lo sucesivo para todas las necesidades de la guerra. Todas las campanas del país fueron fundidas para hacer cañones. El Semanario apareció impreso en papel nacional, y otros periódicos, escritos algunos en guaraní, como el Cacique Lambaré, Cabichuí, La Estrella, contribuían a mantener la moral de la población. “Un país que ha estado veintisiete años aislado del mundo, sin penuria alguna, ¿podrá esperarse que se rinda por un bloqueo?, preguntaba uno de ellos. Pero si el bloqueo no abría mellas en la economía paraguaya, había un problema fundamental que no se podía resolver con el patriotismo y se ve agravada a medida que transcurría el tiempo. Mientras los aliados renovaban continuamente sus pérdidas humanas, el Paraguay, de reducida población, no podía hacerlo. A fines de 1867 ya no restaban sino 15.000 soldados de los 100.000 alistados al empezar la guerra; la peste de 1867 aumentó las bajas, mientras los aliados mantenían constantemente de 40.000 a 50.000 hombres en el frente de operaciones.

La escuadra fuerza el paso de Curupaity
El 2 de agosto del año 1867 Mitre reasumió el mando aliado. Ya el Brasil imponía la prosecución de la guerra, cabía procurar quela escuadra ocupara el lugar que le correspondía en la lucha. De acuerdo con un plan elaborado con Caxías en ausencia de Mitre, éste ordeno a la escuadra el forzamiento de Curupaity, para impedir la comunicación por agua con Asunción del grueso paraguayo. El almirante Ignacio informó que el paso “sería un acto peligrosísimo”. Caxías, a su turno, explicó a Mitre que la situación con respecto al enemigo era crítica. Mitre consiguió que la escuadra intentara el paso; diez acorazados los hicieron el 15 de agosto con facilidad que dejó pasmados a los brasileños y se pusieron a la vista de Humaitá. Que comenzaron a bombardear. Pero situada la escuadra entre Curupaity y Humaitá se apoderó de ella gran desasosiego, considerándose bloqueada y en inminente peligro de caer en poder de los paraguayos. Sin embargo, es fácil paso de la escuadra mostraba que los proyectiles paraguayos nada podían contra el blindaje de los modernos barcos brasileños.

Cundo Mitre dio orden a la escuadra para que forzara Humaitá, el temor volvió a anidar en el ánimo de los marinos brasileños. “Sería una temeridad imperdonable – le escribió Caxías – mandar que se hiciera el ataque y paso de Humaitá, lo que acarrearía la ruina total de la escuadra”. Los oficiales brasileños, reunidos en consejo de guerra, acordaron no cumplir la orden. Mitre hizo volver su autoridad e insistió. “La escuadra se encuentra hoy bajo mi dirección”, le escribió a Caxías, pero éste le replicó que el Tratado no le asignaba la dirección de la escuadra y sí sólo del ejército, y volvió a insistir que el paso de Humaitá era “humanamente imposible”. Mitre, que conocía el estado de las fortificaciones paraguaya y su arcaico armamento, insistió airadamente en su orden, considerando que si “la escuadra acorazada no sirve para forzar la posición de Humaitá, que es para lo que ha sido creada, no tiene objeto alguno en esta guerra”. Planteada formalmente la divergencia, Caxías y Mitre aceptaron llevarla a consideración de los Gobiernos aliados. Los brasileños comenzaron a entrever designios siniestros en la insistencia argentina en poner a prueba su escuadra. En su correspondencia particular, Caxías se desahogó cruelmente contra Mitre, de quien dijo que “todo podrá ser menos general”.

López ofrece abandonar el Paraguay
López sabía mejor que Mitre que solo el temor o la excesiva prudencia paralizaban la acción de la escuadra y que Humaitá estaba lejos de ser inexpugnable por agua. Completado como ya estaba el bloqueo por la pérdida de Matto Grosso, si la escuadra se reducía a abordar el paso, la suerte de la guerra estaría irrevocablemente decidida contra el Paraguay. Antes de que ello ocurriera, López aun podía intentar una paz honrosa. En septiembre de 1867, por intermedio del secretario de la Legislación británica en Buenos Aires, G. F. Gould, aceptó su alejamiento del gobierno y del país, sobre las siguientes bases: 1°, respeto de la independencia del Paraguay; 2°, solución de las cuestiones de límites con las negociaciones del cuanto al Brasil se refería y aceptación de las pretensiones argentinas; 3°, evacuación de los territorios ocupados; 4°, no indemnización de los gastos y perjuicios; 5°, libertad de los prisioneros; 6°, desarme del Paraguay, que solo quedaría con un ejército necesario para mantener el orden público. Mr. Gould, al transmitir al campo aliado las proposiciones negociadas con López, instó a aceptarlas antes de que “las potencias aliadas aniquilasen del todo al pueblo paraguayo”.

La cláusula relativa al abandono por López del Gobierno del Paraguay, al ser transmitida la propuesta a los aliados, sufrió alguna alteración que no satisfizo a López, pues creyó ver la intención de consagrar su deposición y expulsión del país. Quería abandonar el país, no como un vencido, que lo era, sino honorablemente, conservando su título d presidente y sin que pesase sobre él ningún prohibición de regresar, aunque su voluntad fuera abandonar definitivamente el poder y el Paraguay. Caminos escribió a Gould que el Paraguay nunca consentiría la deposición de su Presidente “y menos todavía que sea expulsado del suelo de su heroísmo y sacrificios”.

El Gabinete argentino acepta las bases de paz
El Gabinete argentino estudió las bases presentadas por Mr. Gould en nombre del Gobierno británico y las encontró notables en su totalidad. En un extenso memorándum, preparado por Marcelino Ugarte, que interinamente había reemplazado a Rufino de Elizalde en el Ministerio de Relaciones Exteriores, se dieron a conocer a Mitre las razones que aconsejaban la pronta concertación de la paz. Decía así: “La paz, objeto final de toda guerra y única situación que se puede mirar como normal en pueblo civilizados, es hoy para nosotros es una exigencia de la opinión, a que se hace cada día más urgente. La sangre, los dolores, el esfuerzo que la guerra cuesta, la anhelosa expectativa que lleva el desaliento a los espíritus si se prolonga mucho; la agitación penosa en que viven los pueblos del interior y que, clamada en unos, reaparece en otros; el estado de nuestras rentas que, si bien es floreciente con respecto a las necesidades ordinarias del Gobierno, no lo es en las extraordinarias de la guerra; la terminación que se aproxima del periodo presidencial, motivo y ocasión, en todo sistema electivo, de perturbación y alarma, todos esos antecedentes reunidos legitiman la aspiración que se pronuncia reclamando una pronta solución a la campaña”. Agregaba que la aspiración a favor de la paz no era solamente argentina, pues síntomas análogos se mostraban en el Brasil; y que si bien no cabía dudar del éxito final de la guerra, una victoria definitiva no era conveniente para la Argentina. Decía además: “Esta victoria que acrecentaría la cantidad de sangre vertida por los beligerantes, y que es considerable ya de parte del ofensor y de parte de los ofendidos, produciría el aniquilamiento completo del Paraguay, que se barbarizaría más quizás de lo que ya esta, y que profundamente ensañado por la derrota y humillación, viviría sobre nuestras fronteras y sobre las fronteras del Brasil alimentando rencores y acariciando la esperanza de vengarse así que recobrara nuevas fuerzas. Eso nos obligaría a mantenerlo siempre postrado, débil y fuera de las vías del progreso, o a vigilar constante y costosamente nuestras fronteras hasta que una civilización más avanzada hubiese destemplado sus pasiones y héchole aceptar la armonía vecinal, que no es fácil conservar sin esfuerzo cuando la buena voluntad de los pueblos no ayuda a las buenas intenciones de los Gobiernos”.

El propio Marqués de Caxías, comandante del Ejército brasileño, encontró también razonables las proposiciones de Gould y aconsejó su aprobación por el Gobierno imperial. Fue de parecer que podía aceptarse, sin mengua para el honor de los aliados, que López abandonase el Paraguay “conservando su título de Presidente de la República, retirándose a Europa hasta que el vicepresidente procediese a la elección de su sucesor”, observando que “ninguna nación tiene el derecho de deponer el feje de un Estado”. Pero una vez más el Emperador recusó la propuesta de paz. Don Pedro II declaró que “la única condición para la celebración de la paz era la deposición de López”. La gestión pacificadora fue, por lo tanto, desechada. Había que continuar la guerra a todo trance. Sin embargo, en el Brasil, la prolongación indefinida de la guerra y l discutible actuación de la escuadra daban poderosos argumentos a la oposición para su ataques parlamentarios y periodísticos al Gobierno; producido un cambio ministerial, el programa del nuevo Gabinete fue la de intensificación de la guerra, en cuyo favor comenzó a gravitar también un nuevo factor: el interés dinástico. Don Pedro II se dio cuenta de que en el Paraguay estaba en juego su propia corona. La monarquía brasileña, cuyos cimientos estaban minados por la cuestión de la esclavitud, necesitaba evitar su derrumbe, que la guerra terminase no con una paz sin vencedores, sino con la victoria completa del Brasil.

Se completa el asedio de Humaitá
Mientras tanto que se cumplía lentamente el plan de circunvalación del cuadrilátero de Humaitá, por el oriente del río. El mariscal López, sin fuerzas suficientes para oponerse a la lenta progresión de los aliados, cuyos efectivos aumentaban cada día con los poderosos refuerzos enviados desde el Brasil, se limitó a ordenar golpes de mano de sorpresa, uno de los cuales, en la isla Tayi, el 3 de octubre de 1867, impidió la intercepción del camino a Pilar. Estos golpes eran preferentemente dirigidos contra los convoyes que se encaminaban al nuevo campamento de Tucyucué. Para escarmentar a los paraguayos, Caxías preparó en Tatayibá una emboscada de 5.000 soldados. El mayor Bernardino Caballero, al frente de un destacamento de caballería, se vió repentinamente rodeado el 21 de octubre por las fuerzas brasileñas que, puestas a distancia, utilizaron, por primera vez, sus modernos rifles de doble alcance que las desgastadas carabinas paraguayas que no alcanzaban sino 200 metros. Caballero, para abrirse paso, atacó resueltamente el grueso brasileño trabándose una desesperada lucha a sable y cuchillo. A pesar de su inmensa inferioridad numérica, la caballería paraguaya dispersó varias veces a sus atacantes, hasta que, puesta el amparo de la artillería de Humaitá, los brasileños se retiraron a sus posiciones. El 28 de octubre las fuerzas aliadas llegaron, al fin, a situarse en Tayi, al norte de Humaitá. López intentó recuperar esa posición; pero los aliados, sólidamente atrincherados en un reducto con 6.000 hombres, resistieron sus embestidas y colocaron luego sobre una barrancas una batería que interceptó desde ese momento las comunicaciones fluviales entre Humaitá y Asunción. Para suplir la escasez de víveres y municiones que este suceso provocó, el general Barrios atacó por sorpresa, con casi todas las fuerzas paraguayas, el campamento aliado de Tuyutí, el 3 de noviembre de 1867. En el centro mismo de los abastecimientos, los soldados comenzaron a cargar con cuanto encontraron a mano y se apoderaron también de banderas, cañones y municiones. Pero la incursión estuvo a punto de convertirse en un gran desastre. Reaccionando la caballería brasileña, cargó contra los paraguayos, dedicados al saqueo, que, definiendo su botín, briosamente se abrieron paso hacia sus posiciones, no sin antes sufrir grandes bajas.

La escuadra fuerza el paso de Humaitá
Las instancias de Mitre en el Río de Janeiro para que se diera a la escuadra la orden de forzar el paso de Humaitá no parecía tener mucho éxito. Todo quedó confiado a la “prudencia, valor y patriotismo” del almirante Ignacio, por más que el ministro de Marina reconociera: “La verdad es que nada hemos hecho todavía de osado y excepcional contra las fortificaciones paraguayas, y entre tanto, ir más allá de Humaitá no es imposible para quien pasó Curupaity”. El 13 de enero de 1868 Mitre se retiró definitivamente del campo de guerra, por fallecimiento del vicepresidente Marcos Paz, dejando el mando de las fuerzas aliadas al Marqués de Caxías. Poco después llegaba de Río de Janeiro, emanada directamente del Emperador, la orden de forzar Humaitá, y para mejor éxito fueron enviados tres nuevos monitores de poco calado. López, que desde hacia tiempo esperaba el ataque, había concentrado en Humaitá toda su artillería, incluso la de los barcos; pero cuando el 19 de febrero de 1868, al propio tiempo que se realizaba un ataque general por tierra, la escuadra se lanzó a toda máquina por el estrecho paso, nada pudieron, tal como lo suponía Mitre y lo sabía sobradamente López, los proyectiles paraguayos, que se hicieron pedazos contra las chapas de los acorazados. El Alagoas recibió 180 impactos y el Tamandaré 120, pero la escuadra, íntegramente, en escaso tiempo, sin sufrir ni una sola baja, traspasó el legendario paso. Con todo, el almirante Ignacio atribuyó a milagro el fácil éxito de esta acción naval. “Teniendo la suerte de ser cristiano – dijo en una proclama – no puedo dejar de atribuir a la más decidida protección de Dios el tan señalado favor de esta victoria, que bien poca sangre preciosa de nuestros bravos nos cuesta”.

Asunción es bombardeada
Forzada el paso de Humaitá, l escuadra, dueña ya del río, siguió una marcha hacia Asunción. El mariscal López dio orden de que se evacuara Asunción y que se instalara la Administración en Luque, erigida en nueva capital. Sabiéndosele a López y a su ejército totalmente rodeado, por tierra y por agua, y creyéndosele perdido, hubo alguna vacilación de cumplir la orden en hacer frente a la escuadra, como también se había instruido desde Humaitá. El vicepresidente Sánchez pidió la opinión del Congreso de Estado. Con no mucha firmeza al fin se acordó resistir a la escuadra, la cual se presentó frete a Asunción el 22 de febrero y bombardeó la ciudad. Esta no estaba defendida sino por una batería situada en la Loma de San Jerónimo. A sus primeros disparos, la escuadra, que un mero desembarco podía apoderarse de la ciudad, totalmente desguarnecida, hizo marcha atrás y volvió a colocarse cerca de Humaitá. Mientras tanto los barcos de la escuadra paraguaya que no había podido replegarse al Norte se refugiaron en los riachos, y casi todos ellos fueron inutilizados por sus tripulantes antes de caer en poder del enemigo. Así tuvo su fin, entre otros, el Tacuarí, que fue hundido por su tripulación en el riacho Guaycurú.

Canoas abordan a la escuadra
El mariscal López, que continuaba con el grueso de su ejército dentro de las fortificaciones de Humaitá, concibió un audaz plan para apoderarse de parte de la escuadra brasileña. Siendo época de crecida, confundidos con los camalotes, en ocho canoas, doscientos paraguayos, sin más armas que sus afilados sables, debían aproximarse debían aproximarse durante la noche a dos de los barcos que estaban de avanzada, apoderarse de ellos, tripularlos y avanzar sobre los restantes. El golpe se efectuó en la noche del 2 de marzo, bajo el mando del capitán Ignacio Genes, secundado por los capitanes Eduardo Vera, Manuel Bernal y Tomás Céspedes. A mitad de trayecto, las canoas paraguayas fueron sorprendidas por una lacha que patrullaba el río que puso en alarma a toda la escuadra. A pesar de ello, Genes ordenó el abordaje. El Cabral quedó en poder de los paraguayos, pero los demás barcos, oportunamente avisados, acudieron en su socorro. Los paraguayos abordaron indistintamente a los acorazados, trabándose una lucha desigual y titánica en las sobras de la noche. El Cabral fue recuperado, y los pocos paraguayos sobrevivientes, entre ellos Genes, que recibió cien heridas de arma blanca, se escaparon a nado, ganando las costas.

López abandona Humaitá
El asalto a la escuadra dejó a ésta desconcertada durante varios días. Aprovechóse de esa circunstancia el mariscal López, que hasta entonces se hallaba dentro de las fortificaciones de Humaitá, para cruzar el río en canoa, con todo su Estado Mayor, y dirigirse por el Chaco hasta San Fernando, al norte de Tebicuary, donde proyectaba organizar un nuevo sistema defensivo. En Humaitá quedó solo una guarnición de 3.000 hombres al mando del coronel Paulino Alem, con la misión de detener el mayor tiempo la marcha del ejército aliado. Fueron también evacuadas las trincheras del Cuadrilátero, concentrándose la defensa paraguaya en las fortificaciones de Humaitá. El plan de López era que la plaza de Humaitá resistiera el tiempo necesario para terminar las nuevas obras defensivas en la bora del Tebicuary, donde pensaba esperar el avance de las fuerzas aliadas. Instaló baterías en las barrancas del Timbó, sobre el Chaco, para asegurar su comunicación con Humaitá; pero los aliados, para interceptar esa comunicación, desembarcaron en Yusay, y luego levantaron un fuerte reducto en Andaí, el 4 de mayo, fuerzas paraguayas al mando del coronel Bernardino Caballero atacaron con ímpetu infructuoso. Desde ese momento, el asedio de Humaitá fue completo.

Para romper el sitio de Humaitá, el mariscal López recibió su proyecto de apoderarse, por abordaje, de algunas unidades de la escuadra brasileña. El 9 de julio de 1868 varias canoas al mando del mayor Lino Cabriza asaltaron a los barcos fondeados cerca de Timbó; pero esta tentativa, como la anterior, sólo sirvió para que los paraguayos derrocharan heroísmo y los brasileños multiplicaron desde entonces sus cuidados. El mariscal Caxías, entre tanto, intimaba repetidas veces al coronel Alem, jefe de la guarnición de Humaitá, a que se rindiera, ofreciéndole honores y aun dinero si lo hacía. La respuesta de Alem fue airosa: “Siento, Mariscal, no poder, a mi vez, ofrecerle grados y millones; pero si Vd. consiste entregarme su ejército, yo me comprometo, a nombre del presidente del República, a regalarle la corona imperial del Brasil”. Los brasileños consideraron que el honor imperial imponía tomar por asalto las famosas fortificaciones, y el 16 de julio de 1868, 12.000 aliados, al mando del general Osario, atacaron bravamente las trincheras del norte de Humaitá. La defensa, a cargo del coronel de Pedro Hermosa, resistió victoriosamente las denodadas embestidas de los atacantes que, después de varias horas de lucha, abandonaron su acometida perseguidos por los paraguayos hasta sus posiciones.

Combate en Acayuazá y evacuación de Humaitá
Una última de restablecer las comunicaciones normales con Humaitá se produjo en Acayuazá, en el Chaco, donde, el 18 de julio de 1868, la caballería al mando del coronel Caballero, ascendido a general a raíz de esta acción, derrotó a las fuerzas argentinas después de sangrienta lucha, en que fue muerto el coronel Martínez de Hoz y el teniente coronel Campos hecho prisionero después de salvar su bandera arrojándola al río, pero sin que pudiera sacase provecho de este éxito por la superioridad de los efectivos enemigos fortificados en Andaí. El mariscal López ordenó entonces la evacuación de Humaitá y que sus defensores se abrieron paso, a cualquier paso hasta Timbó. El coronel Alem, antes que abandonar la plaza, intentó suicidarse, haciéndose cargo de la guarnición el coronel Francisco Martínez. La evacuación comenzó a la noche del 23 de julio, víspera del natalicio del mariscal López, entre músicas y vítores continuados con que se adormeció la vigilancia de la escuadra. La banda tocaron hasta que hubo pasado el río, sin ser molestados por los enemigos, el último de los soldados. El 24 de julio de 1868 muchas horas después de la completa evacuación, los aliados hicieron al fin tremolar sus banderas sobre las ruinas humeantes de Humaitá. Pero la batalla de Humaitá aún no había terminado. El último puñado de sus defensores continuaba forcejando para abrirse paso.

Triples combates en la península
Los defensores de Humaitá desembarcaron en la pantanosa península que le río forma frente a esa plaza, y en cuyo centro se extendía hasta el Timbó una gran laguna. No había otro medio para romper el sitio enemigo que cruzar esta laguna, para lo cual, transportar a hombros las canoas en que habían efectuado el paso del río. Atrincherados en la isla Poí, en el extremo de la laguna, en la noche del 25 de julio se inició el pasaje, pero al día siguiente los aliados se dieron cuenta de la maniobra que tomaron sus disposiciones. Protegidos por la escuadra, llevaron canoas artilladas hasta el centro de la laguna, donde formaron una doble línea, rodeando de este modo, por agua y por tierra, a los defensores de isla Poí. Estos no se desalentaron y desde esa misma noche procuraron romper el sitio atravesando a viva fuerza la laguna. Se libraron en sus aguas extraños y terribles combates. Las canoas paraguayas marchaban en compacto grupo contra las embarcaciones enemigas, las asaltaban, rompían su formación, seguían viaje hasta el Timbó, desembarcaban su tripulación y luego volvían, esta vez los remeros solos, a romper nuevamente la línea enemiga, para reiniciar poco después análoga operación. Los primeros en pasar de este modo fueron las mujeres y los niños, que también luchaban en el entrevero. Noche tras noche se repitieron los combates, pero cada vez eran menos numerosas las embarcaciones que lograban romper el sitio. Al día siguiente amanecía ensangrentada las aguas de la laguna y muchas embarcaciones navegaban a la deriva transportando cadáveres. En la noche del 30 de julio se efectuó la última expedición. Ya no restaban canoas y aun quedaban 18.000 hombres estrechamente sitiados en la isla Poí. No habían probado alimento desde que abandonaron Humaitá, pero rechazaron las primeras intimaciones de rendición. La última se verificó con gran aparato. Dos sacerdotes argentinos aparecieron en las líneas paraguayas transportando la gran cruz de la iglesia de Humaitá. Al fin, cuando ya ninguno de sus soldados podía mantenerse en pie, el coronel Martínez, el 5 de agosto, accedió a capitular a condición de no obligárseles a tomar las armas contra la patria. Los aliados les concedieron también el honor de conservar sus armas a los oficiales y a todos el fijar de su residencia fuera del Paraguay. La batalla de Humaitá había terminado.

Los generales argentinos admiran el heroísmo paraguayo
Los generales argentinos fueron los primeros en admirar el heroísmo de los paraguayos, que famélicos y semidesnudos, con armas anticuadas y frente a un enemigo superior en número y en recursos, luchaban desesperadamente, como demonios, día y noche, sin esperanza alguna de victoria. “Lo que hacen los paraguayos no es fácil que lo haga nadie en el mundo, al menos con la frecuencia y facilidad que ellos”, escribió el general Gelly y Obes, y el propio Mitre, después de los asaltos de los acorazados por canoas, reconoció: “Es verdaderamente pasmoso el acto de López, pretender apoderarse de los acorazados, asaltándolos en canoas y con hombres sin más elementos para la empresa que las armas que traían, y lo es más aun el que éstos hayan acometido acto tan descabellado, en el que no podía esperar sino el desastre y la muerte que encuentran”. Y refiriéndose al mismo episodio que decía: “Si nosotros los argentinos hubiéramos emprendido tal barbaridad, se habría dicho que sacrificábamos la sangre de nuestros soldados o que éramos unos jumentos y que nuestros soldados eran unos bueyes que se llevaba al matadero. Pero como lo ha mandado López, no tienen los argentinos (de aquí) palabras bastantes para admirar la heroicidad de los paraguayos en la energía de López; tal es el estado de cobardía moral a que ha llegado nuestro gran pueblo”. Mitre reclamaba respeto para el heroísmo argentino, que era subestimado por sus compatriotas. “A los paraguayos – escribió a Gelly y Obes – no se les puede negar constancia y fortaleza; pero en mi alma sólo cabe admiración por nuestros soldados, no solo porque defienden nuestra causa, sino porque lo hacen con más valor deliberado, con más inteligencia y con más fortaleza moral. Los paraguayos, como lo haría cualquiera por instinto, acosados, pelean por su vida y por abrirse el único camino de salvación que tienen, mientras que nuestros soldados, que tienen asegurado el triunfo, pelean solo por el honor y la gloria de su bandera”.

Los defensores de la alianza, cada vez más tímidos y más raleados, intentaron varias explicaciones del extraordinario heroísmo paraguayo, se dijo que López aterrizaba a sus soldados, los emborrachaba con caña y pólvora antes de las batallas o les prometía la resurrección en Asunción si morían en el combate. Pero el soldado paraguayo combatía, con heroísmo que asombró al mundo, nada más porque defendía su patria y porque se había hecho en él carne la convicción de que la independencia nacional estaba en mortal peligro. El pueblo paraguayo se había propuesto hacer pagar cara la libertad de su nación.

En el Parlamento argentino
El general Mitre, mientras tanto, terminaba su gobierno. Su candidato para la sucesión presidencial, Rufino de Elizalde, apenas si obtuvo los votos de los electores de las lejanas provincias de Catamarca y Santiago. Fue elegido para sucederle Domingo Faustino Sarmiento, que había estado ausente del país desde antes del comienzo de las hostilidades. El anhelo popular a favor de una pronta paz con el Paraguay encontró eco en la Cámara de Diputados, donde uno de los principales dirigentes políticos, el doctor Manuel Quintana, instó al Gobierno a que se realizaran los mayores esfuerzos para poner pronto término a la guerra. Señaló que se había operado un cambio en la opinión pública desde que la lucha ya no tenía como escenario el territorio argentino. “Desde entonces – aseguró – comenzó la impopularidad de una guerra iniciada bajo tan favorables auspicios; desde entonces una guerra por la defensa y reparación comenzó a convertirse en una guerra de agresión y de destrucción; desde entonces empezaron a hacerse sentir exigentes manifestaciones de la opinión en el sentido de la más pronta terminación de la guerra”. Y seguía diciendo: “¿Cuáles eran las causas de este fenómeno? Entre las muchas que podrían recordar milita en primera fila la publicación del Tratado de alianza y del protocolo que, sin temor a ser desmentido, puedo asegurar a la Cámara no ha suscitado sino un grito de reprobación universal. El reproche que se hacía de haber celebrado un tratado de alianza ofensivo y defensivo con el único imperio de la América, se apoyaba con la publicación de documentos que hasta entonces se mantenía en secretos por las tres altas partes contratantes. Estudiando las cláusulas de esos documentos, el país pudo penetrarse de la ciega imprevisión con que se le había vinculado al yugo de una política extranjera y se había comprometido la seguridad para el porvenir, con el establecimiento de principios cuya aplicación le sería más tarde necesario destruir tal vez con las armas en la mano. El país, con el estudio de esos documentos, veía, en una palabra, señor presidente, que una guerra que debe ser únicamente destinada a la defensa de su seguridad y de su honor amenazaba convertirse posteriormente en una guerra que si no alcanzaba a ser del carácter de la del descubrimiento de las colonias, mucho se asemejaba al desmembramiento de una República hermana.

También en el Senado encontraron eco los sentimientos populares. El 30 de junio de 1868, Nicasio Oroño, senador por Santa Fe, presentó un proyecto de ley para que el Gobierno hiciera la paz por separado con el Paraguay, apartándose del Tratado de alianza, el proyecto se discutió el 10 de septiembre; nadie, fuera del canciller Elizalde, defendió la política del Gobierno, pero el proyecto no fue adoptado porque se sabía que el apartamiento de la alianza sería considerado casus belli por el Brasil. Pocos días después, el 12 de octubre, asumió el Gobierno el presidente Sarmiento, quien constituyó su Gabinete con algunos políticos que habían condenado la alianza y la guerra al Paraguay. Una de sus primeras medidas fue permitir la reaparición de la América, bajo la dirección de Vedia y del poeta Andrade y que asumió aún con mayor calor y valentía la defensa del Paraguay.

Las matanzas de San Fernando
Cundo López abandonó Humaitá y se estableció en San Fernando ya no abrigaba la esperanza de vencer a sus enemigos; convencido de que éstos buscaban el aniquilamiento del Paraguay decidió seguir la lucha sin cuartel hasta el fin. No pasó por su mente la idea de capitular, que era el único medio de ahorrar a su patria mayores sufrimientos y evitar su ruina definitiva. El pueblo paraguayo en armas le seguía fiel y devotamente, sufriendo con constancia penurias que iban en aumento con el transcurso del tiempo. López no creyó encontrar la misma entereza en el sector civil que en la retaguardia atendía los servicios del Gobierno. Algunas informaciones acerca de las actividades del ministro norteamericano Mr. Washburn, que se negó a acatar la resolución de trasladar a Luque la capital oficial y por ende la sede de su Legislación, donde, en cambio, asiló a gran número de personas, y acerca de las opiniones pacifistas y liberales de sus hermanos Benigno y Venancio le llenaron de inquietud. Un rayo le cayó en el corazón cuando papeles procedentes de Asunción, que quedaron interceptados y estaban destinados al cuartel general de Caxías, contenían datos y planos sobre las posiciones paraguayas y parecían haber emanado del propio Benigno.

Se vio López de repente acosado por una gran conspiración que tenía dodos los visos de una traición a la patria y que estaba dirigida por sus parientes más próximos. Se despertaron, de repente, en él los más bajos instintos y se entregó, desde entonces, a los mayores excesos. Fueron encadenados y sometidos a indecibles tormentos sus hermanos Benigno y Venancio y sus cuñados el general Barrios y Saturnino Bedoya, José Berges, la más alta y respetable figura de su Gobierno, fue destituido y encarcelado; pocos después seguían su suerte el obispo Manuel Antonio Palacios y centenares de hombres y mujeres respetables, nacionales y extranjeros, entre ellos Antonio de las Carreras y Francisco Rodríguez Larratea. San Fernando fue teatro de horribles escenas.

Ante tribunales especiales, los presos confesaron los planes de una vasta conspiración. Según esas declaraciones, arrancadas con los procedimientos de la más refinada crueldad, el alma del complot fue el ministro norteamericano Mr. Washburn, quien, convencido de que la guerra no iba a cesar mientras López estuviere en el poder y habiendo encontrado a Benigno López fuertemente inclinado a la paz, esbozó un plan revolucionario e incluso un proyecto de Constitución y fue el intermediario entre los conspiradores y el Marqués de Caxías. Washburn garantizaba en nombre de su Gobierno que la paz no se haría sobre la base del Tratado de alianza y que la autonomía paraguaya sería respetada. La revolución debía estallar el 24 de julio de 1868. El 4 de septiembre, el nuevo ministro de Relaciones Exteriores, Luis Caminos, entregó a Washburn sus pasaportes por estar indicado como el principal promotor de la fracasada conspiración. Ya fuera del país, Washburn contestó a las acusaciones del Gobierno paraguayo negándolas en bloque; pero más tarde, cuando la Cámara de Representaciones de los Estados Unidos sometió los actos del ex ministro a una investigación, aun cuando Washburn persistió en negar la existencia de la conspiración, quedó evidenciado que en cierta ocasión la esposa de Washburn aludió a un plan revolucionario para reemplazar al Mariscal López por uno de sus hermanos. Con todo, jamás pudo comprobarse que realmente existió la conspiración o que en ella estuvieran complicadas las personalidades – lo más granado del país y los blancos uruguayos refugiados en el Paraguay – que fueron ajusticiadas.

Benigno López, el Obispo, Berges, Barrios, Bruguez, Urdapilleta, Bedoya, de las Carreras, Rodríguez Larratea, hasta un total de 368 personas, fueron fusiladas desde el 19 de junio hasta el 14 de diciembre de 1868.

Se fortifican los campos del Pikysyry
Mientras con implacable y feroz energía se cubría las espaldas, el mariscal López dispuso que se hiciera resistencia en los campos del Pikysyry, más apropiados que los del Tebicuary para contener al enemigo. El lugar era bien elegido. El Pikysyry, que nace en los grandes esteros, no tiene sino un paso, de fácil defensa. Angostura, sobre el río Paraguay, fue sólidamente fortificado bajo la dirección del inglés Pablo Thomson. El 26 de agosto de 1868, López abandonó San Fernando y se instaló en su nuevo cuartel general de Itá Yvaté. No le restaban sino 10.000 hombres, en gran parte ancianos y niños, 100 cañones y de 60 a 100 proyectiles por soldado. Para guardar la retirada quedaron apostados sobre el Tebicuary el mayor Miguel Rojas y sobre el arroyo Yacaré el capitán José Matías Bogado, que se dejaron exterminar antes de dar paso a los aliados, cuyo avance hacia las nuevas posiciones se realizó lentamente. El día 23 de septiembre el paso del Surubiy fue defendido victoriosamente por los aca-berá al mando del teniente coronel Julian Roa.

Combates en Ytororó y Abay
Cuando Caxías se percató de las fortificaciones de Pikysyry eran infranqueables, planeó un movimiento envolvente a través del Chaco, donde hizo construir, en veintitrés días, una carretera que iba a salir detrás de las posiciones paraguayas. El 3 de diciembre de 1868 Caxías, con 21.000 hombres, efectuó el pasaje y desembarco en San Antonio, en la retaguardia de Pikysyry, que desde ese momento dejaba de ser inexpugnable. El mariscal López destacó al general Caballero con 3.500 hombres para defender el paso del Ytororó, a fin de retardar la marcha del enemigo y apresurar la fortificación de Lomas Valentinas, donde pensaba resistir. El 6 de diciembre los brasileños se lanzaron al asalto de las posiciones de Caballero. Tres veces se apoderaron del puente y tres veces fueron rechazados. Abrumado por la inmensa superioridad numérica, Caballero se abrió paso y fue defender el paso del Abay, donde el11 de diciembre hubo otro sangriento encuentro. Los paraguayos fueron atacados durante todo el día, hasta quedar en pie solo un reducido grupo. Caballero formando el cuadro con ellos y llevando en el centro la bandera, se abrió paso luchando al arma blanca, pues la lluvia había hecho inútiles los fusiles de chispa de que estaban provistos los paraguayos. Los aliados tuvieron en estas dos grandes batallas importantes pérdidas. El mariscal Caxías, en vez de ordenar la prosecución de la marcha para atacar a las fuerzas de López insuficientemente fortificadas en Lomas Valentinas, se retiró a Villeta, donde reorganizó su ejército.

Siete días de batallas en Lomas Valentinas
López se aprestó a esperar personalmente el ataque del enemigo en su campamento de Lomas Valentinas, apresuradamente atrincherado. No le restaban sino 7.000 hombres, de los cuales 3.000 fueron cercados en el reducto de Angostura y aislados de su base principal. En Lomas Valentinas el mariscal López quedó completamente sitiado por fuerzas cinco veces superiores en número y sus soldados estaban casi completamente desprovistos de proyectiles. La batalla comenzó el 21 de diciembre de 1868 con un ataque general de los aliados y pronto alcanzó proporciones homéricas. Los paraguayos se defendían y atacaban con lanzas y cuchillos. El mariscal López dirigió personalmente la resistencia. A su lado caían muertos o heridos sus ayudantes. El 23 creyéndose completamente perdido, hizo su testamento. Los jefes peleaban al par que los soldados, y con ellos los niños, los ancianos, las mujeres, que se dejaron exterminar, uno por uno, después de oponer desesperada y sin igual resistencia, con las armas inutilizadas, con los brazos, a dentelladas, poseído de fanático locura. Pero los reductos centrales, mandados personalmente por López, se mantuvieron inabordables. Los aliados, en sus cargas desesperadas, no podían vencer la enloquecida resistencia de los paraguayos. Estos, sin embargo, no tenían ninguna esperanza de salvación. El día 23 no restaban ni cien paraguayos que no estuvieran heridos, pero la resistencia continuó con el mismo furor. En repetidas ocasiones contraatacaron los paraguayos llevando el desconcierto entre los atacantes. En uno de estos ataques Caballero llegó hasta el cuartel General de los aliados y se apoderó de una bandera, que presentó, como trofeo, al mariscal López. El coronel Valois Rivarola y el anciano coronel Felipe Toledo murieron haciendo derroche extraordinario de valor personal. Enardecidos, los aliados arreciaban en su ímpetu, sin lograr vencer definitivamente la resistencia paraguaya y experimentando numerosas bajas que ascendieron a 10.000. Días antes de iniciarse la batalla llegaba el nuevo ministro norteamericano, general MacMahon, y fue testigo del infortunado heroísmo paraguayo. “El Cuartel General – escribió en su Diario – empezó a llenarse de heridos, pero ninguno se retiró de la líneas a excepción de aquellas cuyas heridas eran tales como para incapacitarles las piernas hechas pedazos o con horribles heridas de bala en los cuerpos semidesnudos. No lloraban, ni gemían, ni imploraban médicos. Cuando sentían con fuerza el contacto de la mano misericordiosa de la muerte, se acostaban y morían tan silenciosamente como habían sufrido”.

Al promediar la batalla, los generales aliados Marqués de Caxías, Juan Andrés Gelly y Obes y Enrique de Castro, intimaron la rendición a López, haciéndole responsable, si no capitulase, de toda la sangre que se derramaba. El 24 el mariscal López, después de consultar a sus jefes y oficiales, resolvió rechazar la intimación. “VV. EE. han tenido a bien recordarme – les dijo en su respuesta – que la sangre derramada en Ytororó y Abay debiera de determinarme a evitar que aquella que fue derramada el 21 del corriente; pero VV. EE. olvidaran sin duda que esas mismas pudiera de antemano demostrarle cuan cierto es todo lo que pondero en la abnegación de mis compatriotas, y que cada gota de sangre que cae en la tierra paraguaya y es una nueva obligación para los que sobreviven. Y ante un ejemplo semejante ¿mi pobre cabeza puede arredrarse de la amenaza tan poco caballeresca, permítaseme decirlo, que VV. EE. han creído su deber notificarme? VV. EE. no tiene derecho a acusarme para ante la República del Paraguay, mi patria, porque la he defendido, la defiendo y la defenderé todavía. Ella me impuso ese deber y yo me glorifico en cumplirlo hasta la última extremidad, que, en lo demás, legando a la historia mis hechos, sólo a Dios debo cuenta”. El 24 López escribió su testamento dejando todos sus bienes a su compañera Elisa Lynch. Se hallaba resuelto a morir con sus soldados, completamente rodeado como estaba por las fuerzas aliadas, pero el 27 supo que los brasileños habían dejado una brecha en el cerco. Por ella escapo acompañado de unos cuantos sobrevivientes, dirigiéndose a Cerro León, dispuesto a crear de la nada un nuevo Ejército y a proseguir la guerra hasta el final.

Saqueo de la ciudad de Asunción
El 30 de diciembre de 1868 capitularon los restos del ejército paraguayo de Pikysyry atrincherado en los reductos de Angostura al mando del coronel Pablo Thompson y del mayor Lucas Carrillo. Novecientas mujeres que también cayeron entonces en poder de los brasileños fueron victima de la lascivia de la soldadesca. Ya sin enemigo a la vista, las fuerzas aliadas, sin cuidarse de perseguir a López que con veinticinco hombres había llegado a Cerro León, prosiguieron su marcha hacia Asunción, que ocuparon el 5 de enero de 1869. No encontraron una sola alma. Las fuerzas argentinas, mandadas por el general Emilio Mitre, acamparon en los alrededores, y las brasileñas, posesionadas de la ciudad, se entregaron al más implacable saqueo y devastación. Ni las legiones, ni los consulados, ni los sepulcros, ni las iglesias fueron respetados. La tarea destructora prosiguió varios días. Durante la noche, las casas de fácil combustión, incendiadas después de saqueadas, y grandes fogatas alimentadas por los muebles sin valor y por puertas y ventanas, alumbraron el cortejo de vehículos que transportaban hasta los buques los frutos del saqueo. Las embarcaciones zarparon hacia Buenos Aires y Río de Janeiro repletas de objetos de valor. La escuadra brasileña también se presto para esta tarea.

Los argentinos no aprobaron los excesos. El general Emilio Mitre, invitado por el Marqués de Caxías a hacer entrar sus tropas en la ciudad, contestó: “No quiero autorizar con la presencia de la bandera argentina en la ciudad de Asunción los escándalos inauditos y vergonzosos que perpetrados por los soldados de V. E. han tenido lugar”. Sólo la bandera imperial tremoló sobre los magníficos edificios públicos y privados, por delante de los cuales los soldados brasileños desfilaron asombrados de que esa ciudad no fuera lo que se les había dicho: una “gran toldería”, centro de la barbarie sudamericana.

López organiza un nuevo ejército
Mientras 35.000 soldados, paralizada toda acción militar, se entregaban en Asunción al saqueo sistemático y a grandes fiestas en los abandonados y desmantelados palacios, López que había escapado de Lomas Valentinas con sólo un puñado de hombres, instalado en Cerro León, hizo un nuevo llamamiento al país. Nadie supo cómo, pero al poco tiempo 12.000 paraguayos se agruparon a su alrededor en el nuevo campamento de Azcurra. De ellos muy pocos eran adultos y sanos. El resto, heridos y mutilados de las grandes batallas anteriores que habían sido abandonados en los caminos y que casi arrastrándose acudían al llamamiento de López; prisioneros que escapaban de los campamentos y aun de sus seguros alojamientos de Buenos Aires y Río de Janeiro y que, pues López muy pocas veces perdonaba a quienes se dejaban hacer prisioneros; mujeres, ancianos, niños, desnutridos, después de cuatro años de indecibles privaciones y sufrimientos. Con todos ellos formó el mariscal López su nuevo ejército. Mando instalar en Caacupé una nueva fundición de cañones y de proyectiles, pues la de Ibycuí había sido destruida, y convirtió a Piribebuy en la nueva capital de la República.

Caxías acusa al emperador
Cada día se acentuaban las divergencias entre el comandante de las fuerzas aliadas, Marqués de Caxías y el Emperador del Brasil. Caxías, partidario de la aceptación de las propuestas de la paz, había procurado arrastrar a su opinión a los miembros del Gabinete. En todos los casos tropezó con la oposición de Don Pedro II, empeñado en que la guerra se llevara hasta el final. En la correspondencia con sus íntimos Caxías comenzó a verter veladas acusaciones al Emperador y a confesarse contrario a la guerra desde sus comienzos.

Después de Lomas Valentinas, Caxías insistió en poner fin a la guerra por medios diplomáticos. Disconforme con que se prosiguieran las operaciones militares, pidió su relevo y el 18 de enero de 1869 abandonó el teatro de la guerra.

La noticia de que la guerra continuaba, pese a los anuncios oficiales, causó inquietud en el Brasil, donde la prolongación de la lucha estaba minando los cimientos de la dinastía imperial. Se multiplicaron las deserciones en masa de los contingentes que iban al Paraguay. El New
York Herald de Nueva York, comentando la crítica situación del Brasil, dijo: “Don Pedro II se bate hoy solo por mantener la corona que escapa de su fuente, como el mariscal López se bate por la nacionalidad del Paraguay”. El emperador así lo entendió y en confesión franca del carácter dinástico que tenía la lucha confió el mando de las fuerzas aliadas al esposo de la princesa heredera, el Conde d’Eu, príncipe francés de la casa de Orleáns, quien el 16 de abril de 1869 se posesionó del mando en Luque, donde reunió un ejército de 40.000 soldados, dispuestos a terminar cuanto antes con el Paraguay.

Misión de Paranhos al Paraguay
Mientras que con su máximo poder militar el Brasil se proponía liquidar la guerra que oficialmente estaba concluida, también se aprestó a liquidarla diplomáticamente; resolvió comisionar al as de sus diplomáticos, Da Silva Paranhos, Vizconde de Río Branco, cuyo paso por Buenos Aires fue señalado por violentos apostrofes de la prensa. La América dijo que a esa clase de enviados debía recibírselos a balazos, lo que le consto su segunda clausura, pero la campaña periodística contra el Brasil siguió envenenando el ambiente. Los Diarios de Río de Janeiro salieron entonces de su habitual mesura, y algunos comenzaron a predicar desembozadamente la guerra a la Argentina. “Felizmente tenemos hoy elementos para aplastarlos si osasen levantar la cabeza”, dijo “Diario do Rio”.

Una vez en Asunción, Paranhos promovió la idea de la creación de un Gobierno provisional. Entre los paraguayos que habían aceptado la dominación de los aliados se diseñaron dos tendencias: una encabezada por Cándido Barreiro, y a la cual respondían Juan J. Brizuela, Félix Eguzquiza, antiguos funcionarios diplomáticos de López, que buscaban hacerse perdonar su anterior actuación política mediante su adhesión a los designios del Imperio, y la otra dirigida por los hermanos Decoud, que procuraba resistir la creciente influencia del Brasil con el apoyo argentino. Estos constituyeron el “Club del Pueblo” y aquéllos, algún tiempo después, el “Gran Club del Pueblo”, en los que estaba en germen la primera división política del pueblo paraguayo. Paranhos apoyó la primera tendencia y logró que la mayoría de los paraguayos residentes en Asunción firmaran un acta, redactada por él, constituyendo una comisión especial encargada de gestionar ante los
Gobiernos aliados la organización de un Gobierno de expresión popular. La Comisión integrada por José Díaz de Bedoya, Félix Eguzquiza y Bernardo Valiente, para cumplir su cometido, se trasladó a Buenos Aires, donde ya le aguardaba Paranhos.

“La victoria no da derechos”
Estuvieron conformes los aliados en otorgar la autorización solicitada. En lo que no pudieron concentrarse por lo pronto fue en las condiciones de este acuerdo y en las facultades que debían reconocerse el futuro Gobierno. Paranhos sostuvo que éste debía tener bastante autoridad moral y legal para los ajustes definitivos de paz, que no podían ser sino completamente del Tratado de alianza, única base que el Brasil admitía para la paz con el Paraguay.

El canciller argentino Mariano Varela combatió este criterio. Adujo que los aliados se comprometieron a respetar la soberanía, integridad e independencia del Paraguay, y por lo tanto a dejarle en libertad de reorganizarse; una vez vencido López, que los tratados debían concertarse con los poderes constituidos por la soberanía popular; la victoria no daba derechos a las naciones aliadas a imponer como suyos los limites señalados en el Tratado de alianza; las fronteras debían ser discutidas con el Gobierno paraguayo de acuerdo con los títulos “si con el Paraguay aniquilado somos huy muy exigentes, no esperemos simpatía cuando ese pueblo renazca”, decía Varela.

A Paranhos no le satisficieron los objetivos de Varela y ratificó su parecer de que el Gobierno a crearse en Asunción podía y debía ajustarse los tratados definitivos sobre la base del Tratado de 1869. Las desavenencias se zanjaron transaccionalmente mediante una fórmula ambigua que dejo al Brasil en plena libertad de acción. El 2 de junio de 1869 se firmó un protocolo, por el cual los aliados otorgaron su autorización para la constitución de un Gobierno provisional, el cual debía proceder de acuerdo perfecto con los aliados hasta la terminación de la guerra. Estas estipulaciones fueron comunicadas a la Comisión paraguaya, con una copia del Tratado de alianza. Aquella aceptó las condiciones y regresó al Paraguay.

Los aliados dominan el río Paraguay
Después de ocupada la ciudad de Asunción, parte de la escuadra brasileña remonto el rio Paraguay para ponerse en comunicación con Matto Grosso. Los restos de la escuadrilla paraguya se refugiaron, aprovechando una extraordinaria crecida, en el riachuelo Yhaguy, cerca de Caraguatay. En su persecución se introdujeron varios monitores brasileños. Los paraguayos atascaron uno de los pasos en la retaguardia y la escuadra brasileña hubiera sido ocupada a no salvarla una nueva crecida de las aguas. Poco después el río Paraguay quedaba dominado en todo su curso. Lo mismo ocurrió con Alto Paraná. Obtenido así, en el quinto año de lucha, el dominio de los ríos paraguayos, los ejércitos aliados, fuertemente reforzados, comenzaron a enviar expediciones al interior del país para aislar, en lo posible, el nuevo ejército de López. Este no tenía suficientes fuerzas para detener el movimiento de ocupación; no obstante, en este periodo se libraron numerosas, sangrientas y desordenadas batallas entre las poderosas columnas que avanzaban y los pequeños destacamentos paraguayos, mal armados y peor organizados, pero que no cedían paso sino a costa de sus vidas.

El 30 de mayo en Tupi-hú, cerca del Aguaray Guazú, el 1° de junio en Sapucaí y luego en Costa Perú, hubo combates exterminadores. El 9 de junio, fuerzas del general Caballero, en la boca de la picada de Sapical, cerca de Yvytymí, desbandaron a lanzazos a los brasileños, que en su retroceso fueron a chocar con otras fuerzas paraguayas al mando del mayor Bernal, cerca de Paraguarí. Nuevamente en retroceso, el general Caballero los dispersó definitivamente hacia los potreros de Tebicuary. Mientras tanto un fuerte contingente brasileño, al mando del general Portinho, invadía el territorio nacional por Villa Encarnación. El coronel Rosendo Romero infructuosamente el 22 de junio el paso del Pairapó y luego el del Tebicuary, pero sucumbió ante la superioridad numérica de los atacantes. Unidas estas fuerzas con los restos de las dispersas por Caballero, éste se replegó hacia las Cordilleras para unirse con el grueso paraguayo. Villa Rica fue ocupada por los brasileños. Todo el sur y el centro del territorio y el litoral estaban en poder de los aliados. De la parte poblada del país sólo las Cordilleras de Altos se encontraban dominadas por López. A su frente tenía un ejército diez veces superior en número. En su torno, una legión de escuálidos niños, ancianos y mujeres. A sus espaldas, la selva impenetrable.

Batalla de Piribebuy
Prevalidos de la desproporción de fuerzas, los aliados lograron aislar a Piribebuy del cuartel general de López en Azcurra. Piribebuy estaba defendido por 1600 paraguayos mandados por el mayor Pedro Pablo Caballero. Después de rechazar gallardamente la propuesta de rendición, Piribebuy resistió el 12 de agosto de 1869 el asalto de los aliados que, en número de 23.000, tardaron en un día en dominar a la pequeña guarnición. El Conde d’Eu, que mando personalmente el asalto, reveló instintos sanguinarios. Por su orden fue incendiado el hospital, repleto de heridos, y degollado el comandante Caballero, que mal herido había caído prisionero con otros quinientos más, que sufrieron igual suerte. López, al conocer este nuevo desastre, abandonó su campamento de Azcurra. En su persecución se lanzaron los brasileños, pero estos fueron contenidos todo el dia 16, cerca de Barrero Grande, en los campos de Ribio Ñú, por batallones integrados exclusivamente por niños disfrazados con largas barbas y que se dejaron matar íntegramente. Prosiguiendo después su avance, nuevamente tropezaron con 1.200 paraguayos en Caaguy yurú el 18 de agosto. Los pocos que quedaron con vida, mal heridos, fueron también inmolados por orden del Conde d’Eu. Ese mismo día los brasileños ocuparon Caraguatay y fueron incendiados por sus guardianes el Yporá, el Paraná, Río Apa, Salto de Guairá, Pirabebé y Amambay, restos de la escuadra paraguaya que se había refugiado en Yhaguy.

Constitución del Gobierno provisional
Mientras se libraba la batalla de Piribebuy, los antiguos enemigos dieron cima al movimiento iniciado poco después de la ocupación de la capital y en el que la diplomacia brasileña ponía particular empeño: la formación de un nuevo Gobierno paraguayo, dando por inexistente el de López. Ciento treinta ciudadanos, asumiendo la representación del pueblo, se reunieron el 22 de julio de 1869 en Asunción, bajo la presidencia de Paranhos y del comisario argentino José Roque Pérez, para deliberar sobre la organización del Gobierno provisional, que poco después fue constituido por Cirilo Antonio Rivarola, Carlos Loizaga y José Díaz de Bedoya, el cual, después de la aquiescencia de los plenipotenciario aliados, quedó públicamente constituido el 15 de agosto de 1869.

Uno de los primeros decretos del Gobierno provisional declaró al “desnaturalizado paraguayo Francisco Solano López” fuera de la ley “y para siempre arrojado del suelo paraguayo, como asesino de su patria y enemigo del género humano”. Y como si esto fuera poco, se estableció como un deber de los ciudadanos “contribuir cuando esté de su parte la completa victoria de la República y de los Gobiernos aliados acreedores de nuestro cordial agradecimiento, prestándoles nuestra decidida cooperación contra el tirano López”.

El 1° de octubre de 1869 apareció, bajo la dirección de Juan José Decoud. La Regeneración, el primer periodo que se publicaba sin intervención del Gobierno en el Paraguay. Respondía a las inspiraciones del “Club del Pueblo” y predicaba a favor de las doctrinas liberales y de la necesidad de una Constitución de tipo democrático representativo. Al día siguiente, el Gobierno provisional, accediendo a una petición del Conde d’Eu, dictó un decreto declarando totalmente extinguida la esclavitud en todo el territorio de la República”. La medida favoreció a 450 personas, cifra exigua en comparación las 2.000.000 que por entonces el Brasil mantenía en esclavitud.

Ocupación de Villa Occidental
El Gobierno provisional quiso ejercer actos de jurisdicción en el Chaco, a lo que se opuso el comandante de las fuerzas argentinas, general Emilio Mitre, quien algunos días ocupó militarmente la Villa Occidental, donde enarboló la bandera argentina. Estaba entonces presente en Asunción el ministro de Relaciones Exteriores doctor Mariano Varela, ante quien dejó constancia el Gobierno provisional de sus protestas, reivindicando la jurisdicción paraguaya sobre el Chaco.

Después de haber convenido con Paranhos la reducción de las fuerzas militares Varela regresó a Buenos Aires, donde el 27 de diciembre contestó a la protesta paraguaya por la ocupación de Villa Occidental, declarando que si bien la Argentina sostenía que ese territorio le pertenecía exclusivamente, los límites debía ser discutidos con el Gobierno que se estableciera en el Paraguay y su fijación seria acordada en los Tratados que se celebrasen. De este modo quedaba reconocido al Paraguay, si bien unilateralmente, el derecho de discutir sus límites con sus enemigos y de hecho sin efecto, por lo menos en lo que se refería a la Argentina, la cláusula del Tratado de alianza que los había señalado de antemano.

Mitre y Elizalde se defienden
La generosa actitud del canciller Varela, de la cual más tarde él y su Gobierno habían de arrepentirse, era efecto del ambiente cada día más hostil contra la alianza y sus autores. En diciembre de 1869 Mitre se vio obligado a romper su mutismo y a bajar a la liza periodística para defender su actuación, ante el ataque, no ya de sus enemigos, sino de sus propios amigos, correligionarios y colaboradores de las primeras horas de la alianza, que le incriminaban la despiadada prosecución de la lucha. José Mármol y Juan Carlos Gómez le acusaron de haber adulterado la lucha con el Paraguay, convirtiéndola de guerra a un tirano en guerra a un pueblo que “se ha dejado exterminar hombre por hombre, mujer por mujer, niño por niño, como se dejan exterminar los pueblos varoniles que defienden su independencia y sus hogares”. Mitre defendió con valiente franqueza la alianza y la prosecución de la lucha. Afirmó que no era del todo exacto que la guerra era al Gobierno y no al pueblo paraguayo “desde que el pueblo, o por necesidad, o por miedo, hiciere causa común con el opresor y lo defendiese hasta morir”. También Elizalde procuró demostrar que la alianza con el Brasil fue impuesta por la agresión de López; pero la calificó de providencial porque ella evitó males inmensos, como los que querían “que el dictador López, ayudado por el Brasil o con su táctico consentimiento, viniese a la República Argentina a dominarla poniendo a su cabeza al partido reaccionario”.

Penurias de las “residentas” y las “destinadas”
Mientras los autores de la alianza dirimían responsabilidades, el pueblo paraguayo seguía sufriendo penurias infinitas. En Caraguatay, antes de internarse en los bosques del Amambay, López dejó a las mujeres, ancianos y niños que no estaban en condiciones de portar arma en libertad de volver a sus hogares, pero la mayoría prefirieron seguir la suerte del Ejército. Las “residentas” conocieron al par de los hombres los horribles sufrimientos de la última etapa de la guerra. Pero no todas las mujeres pudieron hacerlo; aquellas cuyos parientes se habían alistado en la Legión Paraguaya, o que simplemente demostraban desafecto a López, entre las cuales se encontraban lo más selecto de la sociedad paraguaya, fueron confinada en masa a remotas poblaciones, donde sufrieron tremendas privaciones y murieron a centenares maldiciendo el nombre de López. Las sobrevivientes fueron finalmente liberadas por fuerzas brasileñas, pero con ello no termino su martirio. Reintegradas a Asunción, la mayoría, sin parientes que las amparasen, se vieron obligadas a pedir hospitalidad en los corredores de sus propias casas ocupadas por intrusos y cuyos títulos habían perdido. La más espantosa miseria cundió en Asunción y en el Gobierno provisional, para hacerse de recursos con que socorrer a las familias arruinadas, envió a Buenos Aires al triunviro Díaz de Bedoya con lo que restaba de la famosa platería de la Catedral.

Siguen las sangrientas represiones
Como si no fueran pocos los sufrimientos del pueblo paraguayo, esta fase de la guerra se caracterizo por la multiplicación de las sangrientas represiones ordenadas por López. Los desastres parecían haberle enloquecido. Le bastaba la menor delación para procesar sumariamente a sus mas abnegados y heroicos fejes. Personalmente dirigía los procesos y ordenaba las ejecuciones, hechas a lanzazos por falta de municiones. Su propia madre tuvo que comparecer ante un consejo de guerra acusada de conspirar, y aunque salvo la vida después de sufrir monstruosos castigos, no pudo evitar que su hijo Venancio muriera a fuerza de malos tratos. En algunos casos las represiones tomaron carácter colectivo. Las principales familias de Concepción fueron alanceadas, porque algunas autoridades establecieron contacto con la escuadra brasileña. Pancha Garmendia, las hermanas Barrios y otras damas, traídas de sus lejanos confinamientos, fueron ajusticiadas al cabo de horribles maltratos. No fue ajena a estos actos madame Lynch, cuya influencia sobre López era cada día más acentuada. En diciembre de 1869, en plena derrota madame Lynch se hizo extender a su nombre títulos de propiedad sobre más de 3.105 leguas de tierras fiscales. Nunca había gozado de popularidad en el Paraguay. Se le acusaba de insensibilidad ante los dolores paraguayos y de insaciable codicia. Desde entonces se la odió terriblemente aun entre los más fieles allegados a López.

El ejército cruza dos veces el Amambay
Una última intimación de los aliados para que capitulara incondicionalmente ni siquiera fue contestada por López, cuyo ejército, en esa última etapa de la guerra, era una legión de espectros. Sin víveres, alimentándose las mas de las veces de raíces o frutas silvestres, armados de lanzas y sin más municiones que las que hurtaban en los campamentos brasileños en sus frecuentes merodeos, lejos de todo sitio poblado, acampando debajo de los árboles, vestidos de harapos, iban detrás del mariscal, resueltos todos a morir antes que rendirse al enemigo. Dos veces cruzaron la sierra del Amambay y fue ésta la campaña más trágica de la guerra. En los senderos de la selva iban quedando los rastros de la macabra columna. Víctimas de la fatiga, del hambre, de las heridas no curadas, del ensañamiento de los brasileños, que ya no hacían prisioneros, de la crueldad de López, el último ejército paraguayo fue desgranándose poco a poco.

Cuando el 8 de febrero de 1970 llegaron a Cerro Corá, su último campamento, no eran sino 500 soldados. Solo López parecía saber lo que buscaban con éste éxodo. No era huir del enemigo para refugiarse en Bolivia, como los brasileños dieron en propalar, sino elegir un campo, el más apropiado dentro de la selva, para librar la última batalla contra la alianza. Cuando, el 25 de febrero, López se entero de las versiones que hacían circular los brasileños, reunió por última vez a sus jefes y oficiales. “El, sentado en una silla – relata Centurión, uno de los testigos – y aquéllos sobre la gramilla, frente al cuartel general formando un gran círculo, les manifestó con palabras elocuentes la pena que torturaba su corazón al ver que se hacía correr voces de que él intentaba pasar a Bolivia. Rechazó con energía esa suposición que, dijo, importaba un desconocimiento de su lealtad y patriotismo, declarando que él estaba dispuesto a cumplir su juramento”.

Con la muerte de López en Cerro Corá termina la guerra
Para reducir el último ejército paraguayo, los aliados organizaron una expedición a cargo del general Antonio Correa da Cámara, con 4.500 soldados, todos brasileños, con exclusión de argentinos y uruguayos. Veinte días esperó el mariscal López el ataque de los brasileños en Cerro Corá, amplio anfiteatro de montañas, por donde cruza el arroyo Aquidabán Niguí, y que presentaba ventajosas condiciones para la defensa. El anfiteatro no ofrece sino dos entradas, la una sobre el Aquidabán, que López fortificó con cuatro piezas de artillería ligera a las órdenes del coronel Moreno, y la del Chirigüelo, donde hizo apostar parte de sus menguadas tropas al mando del general Roa. El general Caballero fue destacado hacia Villa Miranda, en busca de ganado. Diez batallones y seis regimientos tomó bajo su mando el mariscal, pero todos juntos no daban sino 413 plazas. Del famoso batallón 40 sobrevivían 13 soldados, el 25 sólo tenía 3; el regimiento 32 alistaba a 6. Correia da Cámara, no obstante, planeó un vasto movimiento envolvente, de gran envergadura, ideando atacar el campamento de López por el Aquidabán y el Chirigüelo simultáneamente. Cuando conoció el verdadero efectivo paraguayo, resolvió no esperar la acción de las fuerzas que, viniendo desde Bella Vista, debían atacar por el Chirigüelo, y en la madrugada del 1° de marzo se inició la marcha de las tropas a su mando hacia Cerro Corá. La vanguardia paraguaya fue fácilmente arrollada y las fuerzas que defendían el paso del Aquidabán no tuvieron tiempo de hacer sino una descarga de artillería, pues por la inmensa superioridad numérica fueron copadas y exterminadas en su gran parte. La matanza había comenzado. Apenas supo el mariscal López la irrupción brasileña, organizó rápidamente las fuerzas que le rodeaban. Eran alrededor de 200 hombres, armados en su mayor parte de lanzas y sables. La primera embestida fue rechazada, pero a continuación el coronel Silva Tavares desplegó numerosas tropas apercibiéndose para el ataque. Los paraguayos aguardaron el asalto mientras prorrumpían en gritos de entusiasmo y vítores a la patria. Con gran furia choraron las dos fuerzas. El combate se convirtió en una feroz carnicería. Los paraguayos fueron desechados y aniquilados. El mariscal López seguido de algunos pocos, clavo la esquela en su caballo y se internó en la selva que bordea el Aquidabán. La caballería brasileña, al identificarlo, salió en su persecución. López fue rodeado por varios jinetes que le intimaron la rendición. Se lanzó sobre ellos, espada en mano, pero recibió dos lanzazos en el vientre y un sablazo en la frente. Mientras sus atacantes eran contenidos por el capitán Francisco Arguello y el alférez Chamorro, que resistieron hasta morir, el mariscal López, herido ya de muerte, se internó en una estrecha picada que conducía al Aquidabán Niguí. A mitad del camino cayó del caballo y pidió que lo llevaran hasta el arroyo y que le dejaran morir solo. Así lo hicieron sus acompañantes, pero a poco apareció personalmente el general Correa da Cámara, quien, cruzando a pie el arroyo, se aproximó a López y dándose a conocer le intimó la rendición. López, incorporándose penosamente, le lanzó a Correa da Cámara una estocada y dijo: “Muero con mi patria”. Correa da Cámara ordenó que fuera desarmado, a lo cual se resistió López, trabándose en lucha con el soldado que intentó hacerlo. Uno de los soldados puso término a la desigual lucha matando a López, a boca de jarro y en presencia de Correa da Cámara, de un balazo en el corazón. La guerra había terminado con la muerte de López y el exterminio del último puñado de paraguayos que le habían acompañado hasta el final, el 1° de marzo de 1870.

Bibliografía: Efraím Cardozo "Paraguay Independiente".

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