lunes, 26 de julio de 2010

La Constitución de 1870 y la liquidación diplomática de la Guerra contra la Triple Alianza

La guerra aniquiló al Paraguay
Cerro Corá cerró una etapa de la historia paraguaya y abrió otra. La guerra de cinco años devastó en una medida desconocida en la historia americana. Del Paraguay orgulloso y floreciente de la época de los López sólo restaba un inmenso osario y un montón de ruinas entre las cuales vagaban los sobrevivientes espectrales de la colosal catástrofe. Del 1.300.000 habitantes con que contaba el país antes de la guerra, apenas 200.000 quedaron en pie, y de ellos muy pocos adultos y aptos. La población era femenina en gran población. Las sobrevivientes de las “residentas” y de las “destinadas”, que después de recorrer los desiertos habían conocido en las calles de la ciudad horrores mayores, fueron destruidas en los pueblos abandonados y tomaron sobre sus hombros la magna tarea de la reconstrucción nacional. Todo había que construirlo. Desparecidas las riqueza pública y privada, el Gobierno provisional carecía de recursos para subvenir a las más perentorias necesidades fiscales. No había familia, de las pocas sobrevivientes, que no estuviera arruinada. La inmensa desgracia paraguaya suscitó la compasión mundial, pero ninguna iniciativa oficial o particular cristalizó el sentimiento colectivo en algún socorro al infortunio. El pueblo paraguayo quedó entregado a sus propias y decaídas fuerzas. La parte más dura de la gigantesca empresa de crear un nuevo país sobre las ruinas de la patria muerta recayó sobre las mujeres, que se hicieron agricultoras, comerciantes, industriales, y crearon un género de sociedad familiar, confesadamente poligámica, típicamente representativa de las dolorosas circunstancias del momento y del hondo anhelo de resucitar la patria. La voluntad de sobrevivir, estimulada por tanto infortunio, se sobrepuso al desaliento y el Paraguay inició una nueva etapa de su vida.

Brasil sale al paso de la Argentina
Terminada la guerra con la muerte de López, había llegado el momento de concertar los ajustes definitivos de paz. La Argentina acababa de proclamar que la victoria no daba derechos para imponer vencidos, sin negociación, la paz del Tratado del 1° de Mayo. La noble actitud argentino vino a servir los interese del Imperio, en cuyo pensamiento jamás estuvo, pro conveniencia propia, sostener la intangibilidad del Tratado de alianza y que, desde mucho antes, se preparaba para destruir las ventajas que el Tratado otorgaba a la Argentina en desproporción inmensa con las que estipuló a favor del Brasil, y sobre todo los sacrificios de uno y otro país en la guerra.
Los temores que abrigaba el Imperio acerca de los designios anexionistas de la Argentina no habían desvanecido, por más que los hombres que los alentaban habían sido alejados del Gobierno. Aunque Sarmiento y sus colaboradores ya no pensaran en la reconstrucción del Virreinato, de lo cual no había la certeza, nada hacía suponer que, pese a las enunciaciones doctrinarias, quisieran renunciar a los límites que el Tratado de alianza prometía a la Argentina y que, si no pretendían imponerlos por la ley del vencedor, no buscaran consagrarlos en las negociaciones pacíficas en la cooperación del Brasil. El Imperio, no sólo no se allanaba a prestar esa cooperación, sino que se preparaba a combatir, por todos los métodos, las pretensiones argentinas de llevar sus límites hasta la Bahía Negra. “El Brasil – dijo un estadista brasileño – no podían resignarse a la idea de haber contribuido con su sangre y su dinero, hipotecando su porvenir, a una desmembración que vendría a ser la negación de toda su política y que le obligaría, en conformidad con las ideas de la época, a establecerse en la margen izquierda de aquel rio si su diplomacia no lograse evitar que la República Argentina se apoderase de la margen derecha”. A menos, pues, que el Brasil quedara dueño del resto del Paraguay, no iba a consentir que la Argentina se apoderase, no solo de Misiones, sino del inmenso territorio Chaqueño. Pero aquello significaba la colonización del Paraguay; y aunque estuviera en la mente de la diplomacia brasileña, no era oportuno el momento de plantearla siquiera. El mundo entero, que siempre había desconfiado de las verdaderas intensiones de la alianza, tenía puestos sus ojos en la conducta de los dos grades aliados, y lo que era peor, el presunto cómplice del reparto se mostraba menos dispuesto que nunca, por execración a la política que había levado y a la alianza con el Brasil, a cuanto fuera atentar, directa o indirectamente, contra la independencia del Paraguay.

El tratado preliminar de paz.
Colocada la diplomacia brasileña en este terreno, su acción persiguió dos objetivos aparentemente contradictorios: romper el Tratado de alianza tratándose de la Argentina, y consolidar sus estipulaciones en beneficio del Imperio. La posición doctrinaria adoptada por la Argentina favoreció sus propósitos. Así, reunidos los plenipotenciarios aliados en Buenos Aires, acordaron modificar el protocolo del 2 de junio de 1869 para establecer que el Gobierno provisional del Paraguay “acepta expresamente las estipulaciones del Tratado del 1° de mayo de 1865 como condiciones preliminares de paz; salvo cualquiera modificación que por mutuo asentamiento y en el interés de la República del Paraguay se pueda adoptar en el tratado definitivo”.
Consultado el Gobierno provisional, propuso una modificación: aceptaría el tratado de 1865 sólo “en el fondo”, reservándose “para los arreglos definitivos con el Gobierno permanente las modificaciones de este mismo tratado que pueda proponer el Gobierno paraguayo en el interés de la República”. La proposición fue aceptada, y el 20 de junio de 1870 se firmó, sobre esa base, en Asunción, un protocolo por el cual quedaba restablecida la paz entre los aliados y el Paraguay, comprometiéndose el Gobierno provisional a efectuar elecciones para constituir el Gobierno permanente que debía ajustar los tratados definitivos, en el plazo de tres meses. Aparentemente los puntos de vista del Gobierno argentino triunfaban en toda la línea, pues no solo se dejaba al Gobierno permanente la celebración de los tratados, sino que se consagraba el derecho del Paraguay a discutir los límites. Sin embargo, la batalla diplomática había sido ganada por el Brasil, que rompía el Tratado de alianza sin la intención de admitir que el Paraguay modificase los límites que el Imperio se había asignado y sólo para obstar a que Argentina impusiera los suyos. Los gobernantes paraguayos se prestaron al juego, que les iba permitir salvar siquiera una parte del patrimonio territorial de la nación, y se entregaron, en cuerpo y alma, al Brasil, que también les ofrecía el apoyo de sus esfuerzos militares y de sus recursos para asegurar su estabilidad, en constante peligro por la intensa lucha de facciones de que era escenario Asunción.

Es asegurada la independencia del Paraguay
Si los gobernantes paraguayos se sometieron a la tutela brasileña, no fue solamente para sacar ventajas políticas. También buscaban en el Imperio del Brasil una garantía contra cualquier exhumación de las pretensiones argentinas contrarias a la independencia nacional. La resistencia de cinco años no había sido estéril, pues mostró al mundo que el Paraguay prefería morir antes que perder su libertad como nación soberana, como lo hizo notar el Brasil por intermedio de Paranhos, Vizconde de Río Blanco, al Gobierno argentino. El Gobierno argentino no puso ya en tela de juicio la independencia paraguaya. Y no sólo la acató y la respetó como un hecho consumado y santificado por la sangre de un millón de paraguayos, sino que, alarmado por la preponderancia que el Brasil comenzaba a adquirir en el Paraguay, se erigió, a su turno, en defensor de esa independencia. Así, su política, independientemente de la cuestión de límites, tendió a obtener cuanto antes la evacuación de las fuerzas aliadas de ocupación.
Argentina conservaba algunos efectivos en Villa Occidental, pero el Brasil mantenía casi toda su escuadra y un grueso ejército en Asunción. Los diplomáticos y los políticos brasileños participaban activamente en la vida política paraguaya. De hecho, los gobernantes paraguayos no hacían nada sin consultar a los brasileños. En estas condiciones la soberanía paraguaya era muy relativa, y contra este estado de cosas, que perjudicaba sus intereses, la Argentina procuró reaccionar. De este modo, para azar del desino, nuevamente la independencia paraguaya tenía su mejor garantía en la competencia entre los dos viejos rivales. El interés paraguayo estaba en mantener el equilibrio entre las dos fuerzas contrapuestas. El mariscal López había muerto, pero la doctrina del equilibrio estaba triunfante.

Mitre crítica la doctrina argentina
Desde La Nación, que acababa de fundar, el ex presidente criticó acerbamente la posición adoptada por el Gobierno argentino al subscribir el protocolo el 20 de junio de 1870. Decía: “Si el derecho que nos asiste sólo podía ser resuelto por la discusión. ¿Para qué tomamos las armas? Si él era tan claro y tan sagrado que autorizaba el uso de las armas en su defensa, ¿para qué lo volvemos a poner en discusión?”. Y luego: “El arbitraje, según todos los tratadistas de derecho público, es uno de los arbitrios aconsejables para llegar al avenimiento entre dos o más naciones antes de apelar al recurso extremo de las armas. Pero cuando las armas han apelado a ese medio por mutua decisión y cuando las armas han decidido la contienda, seria originalísimo que el vencedor recurriese nuevamente al arbitraje, como si tal guerra no hubiera tenido lugar. Esto sería además inmoral”. Llamado Mitre a exponer su opinión por el presidente Sarmiento, manifestó ante el Gabinete que “el Gobierno argentino no podía sostener que la victoria no daba derechos, cuando precisamente había comprometido al país en una guerra para afirmarlos con las armas”. El Gobierno argentino, impresionado por este razonamiento, resolvió modificar las instrucciones que el plenipotenciario en Asunción, general Julio de Vedia, tenía para negociar el tratado definitivo, y poco después Mariano Varela era reemplazado por Carlo Tejedor en el ministerio de Relaciones Exteriores.

La Convención Nacional Constituyente
El cumplimiento de sus compromisos, el Gobierno provisional convocó a elecciones para constituir una convención que debía buscar una nueva organización política para la República. Los comicios se efectuaron el 3 de julio y no en todos los pueblos, por hallarse “algunos departamentos vacios y otros con muy escasa población”. Con todo, cuarenta y un convencionales iniciaron el 15 de agosto de 1870 las sesiones de la Asamblea Constituyente, que el 27 del mismo mes creó una Comisión redactora de la Constitución con los señores Facundo Machaín, Juan José Decound, Juan Silvano Godoy, Salvador Jovellanos y Miguel Palacios.
En la sesión del 31 de agosto fue aceptada la renuncia de los triunviros José Díaz de Bedoya y Carlos Loizaga y se procedió a la designación de Facundo Machaín como presidente provisional de la República, en substitución del Triunvirato. Pocas horas bastaron para que los convencionales quedaran convencidos de que era muy relativa la soberanía de que creía gozar. Machaín, el nuevo presidente, no era del agrado de las fuerzas brasileñas de ocupación de de sus diplomáticos. Esa misma noche, Cirilo Antonio Rivarola y Cándido Barreiro, con el apoyo brasileño, desconocieron el nombramiento recaído en Facundo Machaín. La Convención, reunida el 1° de septiembre, para evitar su disolución tuvo que sancionar el golpe de Estado dejando sin efecto aquel nombramiento y designando presidente provisional a Cirilo Antonio Rivarola; al día siguiente fue aun más lejos: anuló el diploma de convención nacional del doctor Machaín, “por haber aceptado su designación como presidente provisional de la República”.

Jura de la nueva Constitución
El 13 de octubre de 1870 fue presentado a la Convención el proyecto de Constitución, elaborado por la Comisión especial: era inspirado en la Constitución argentina y algunos de sus artículos textualmente copiados. En discusión el proyecto, después de sufrir algunas modificaciones no fundamentales, quedó totalmente aprobado el 18 de noviembre, procediéndose a su solemne jura el 25 de ese mes. Por la nueva Constitución el Paraguay “es y será siempre libre e independiente, se constituye en República una e indivisible y adopta para su Gobierno la forma democrática representativa”. Se proclamaba que “la soberanía reside esencialmente en el pueblo, que delega su ejercicio, en las autoridades creadas por esta Constitución”. Se declaraban los derechos del hombre, consagrando la libertad de navegar, comerciar, trabajar, ejercer industria lícita, de reunión, de petición, de locomoción, de publicar las ideas por la prensa, de usar y disponer de la propiedad, de asociación, de religión, de enseñar y aprender, de ser juzgado por jurados, de igualdad ante la ley y el impuesto, de votar, de admisión de los empleos públicos. Se establecía la responsabilidad de las autoridades. El Estado quedaba organizado en tres poderes en perfecto equilibrio. La representación de la soberanía residía en el Congreso constituidos por dos Cámaras. El poder Ejecutivo estaría desempeñado por el presidente de la República y cinco ministros, sujetos a juicio público. La justicia sería administrada por un Tribunal Superior y las magistraturas establecidas por la ley. La nueva Constitución representaba una reacción contra el régimen imperante en el país desde 1811 y buscaba implantar en el Paraguay el sistema democrático liberal en boga en las Constituciones escritas en las demás naciones americanas.

Elección de Cirilo Antonio Rivarola
El 25 de noviembre de 1870, Cirilo Antonio Rivarola, electo por la Convención, inauguró el primer periodo presidencial de acuerdo con la Constitución. Antes de transcurrir un año, el nuevo gobernante se percató de lo difícil que era mantener las nuevas instituciones. El 17 de febrero de 1871 se reunió el primer Congreso y no tardó éste en hacer oposición a los gobernantes. El ministro de Hacienda, Juan Bautista Gill, fue enjuiciado y destituido el 18 de agosto. El presidente Rivarola contestó el 15 de octubre con la disolución del Parlamento. Fue el primer golpe de Estado en la nueva etapa institucional. Poco después estalló también la primera revolución del Paraguay, después del año 1811, que fue reprimida sangrientamente por el Gobierno.
El cabecilla revolucionario, Concha, fue fusilado en Pirayú y el terror reinó en la capital. Realizadas las elecciones el 8 de diciembre, se constituyó el nuevo Congreso, ante el cual renunció Rivarola, confiado en que se le confirmaría en el cargo; pero el Congreso le sorprendió aceptándola y encargó el ejercicio del Poder ejecutivo al vicepresidente Salvador Jovellanos. En menos de un año se había producido dos golpes de Estado y reprimido una revolución. Con dolorosos espasmos el Paraguay iniciaba el aprendizaje de su nueva vida política.

Empréstitos europeos dilapidados
Tropezando con inmensas dificultades, los gobernantes paraguayos se esforzaron en organizar la administración pública. Constituidas las municipalidades, establecido el Tribunal Superior de Justicia, creado el Consejo Superior de Instrucción Pública, en el año 1872 se fijaron por primera vez las rentas generales. El Gobierno se debatía en una penosa inanidad por la falta de recursos, y en el país no había dinero para pagar los impuestos creados. En diciembre de 1870 se lanzó la primera emisión de billetes por 100.000 pesos y en julio del año siguiente otra de 300.000, con la garantía de las propiedades fiscales y del ferrocarril.
Como las deudas del Estado iban en aumento se pensó en recurrir al crédito externo y se lanzó un empréstito en Londres. A pesar del desastre, la solvencia del Estado paraguayo, que continuaba siendo el mayor propietario de América, era grande, y los bonos por un millón de libras esterlinas, fueron cubiertos rápidamente. Alentado por el éxito, el Gobierno lanzó otra emisión por dos millones de libras esterlinas, que alcanzó el mismo resultado en su colocación. Pero en uno y otro caso el provecho obtenido por el país fue muy pequeño. Del primer empréstito sólo 403.000 libras llegaron al Paraguay y el segundo apenas 124.000. El resto quedó en Europa en concepto de gastos, comisiones, etc. La desventura financiera paraguaya no paró en esto, pues sólo una mínima proporción de esas libras ingresó en las arcas fiscales.

Quintana abandona el Paraguay
Resuelto el Gobierno argentino a rectificar los rumbos trazados por el doctor Varela, fue comisionado a Asunción para negociar los tratados definitivos el doctor Manuel Quintana, quien, en conferencias preliminares con el plenipotenciario brasileño, que era el Barón de Cotegipe, sostuvo que en los ajustes de los límites sólo se había reconocido al Paraguay “el derecho de proponer modificaciones o de exhibir títulos preferentes sobre el territorio comprendidos dentro de dichos límites”, que eran los estipulados en el Tratado de alianza, que “la nación a quien afectan las posibles exigencias del Paraguay es el juez exclusivo de su justicia y admisibilidad” y que si el Paraguay se negaba a aceptar los límites propuestos por la Argentina, los aliados tenían la obligación de acordar los medios para hacer cesar esa resistencia. Cotegipe no admitió este criterio, sosteniendo además que “el compromiso de la alianza no se debe entender de modo que su fuerza colectiva sirve para dar al Brasil o a la República Argentina territorio a que no tenían legítimo derecho antes de la guerra; porque toda idea de conquista fue desechada por el pacto de alianza”. Cotegipe anunció que trataría por separado con el Paraguay, y Quintana, negándole ese derecho, que conceptuó violatorio de los compromisos vigentes, se retiró de Asunción. Había permanecido en el Paraguay desde octubre hasta diciembre de 1870 y dio fina a su misión sin haber entrado en negociaciones con el Gobierno paraguayo, el cual ignoró de todo punto lo sucedido entre aquél y Cotegipe.

Brasil firma la paz por separado
Después de la retirada de Quintana, Cotegipe quedó dueño de la situación. El Gobierno paraguayo aceptó su invitación de tratar la paz por separado, y el Barón de Cotegipe admitió que previamente se procediera a una confrontación de títulos históricos. Pero, para esto último, el ministro de Relaciones Exteriores, José Falcón, altamente calificado por experiencia y sus conocimientos de la materia para una discusión históricojurídica, fue reemplazado por Carlos Loizaga, quien, el 9 de enero del año 1872, firmó con Cotegipe los tratados de paz, comercio, navegación y límites. En ellos estaban consagradas nec variantur las estipulaciones del Tratado de alianza, perdiendo el Paraguay definitivamente el extenso territorio situado entre el Apa y el Blanco, asiento de ricos yerbales y sobre los cuales poseía títulos jurídicos y de hechos notorios.
El Brasil se obligó a respetar perpetuamente la independencia del Paraguay y garantizarla por el término de cinco años, y al mismo tiempo se aseguraba el derecho de mantener, por tiempo indeterminado, fuerzas militares y navales suficientes “para la garantía del orden y la buena ejecución de los tratados”. El Paraguay también reconocía como deuda suya los gastos y los perjuicios que la guerra había ocasionado al Imperio y otorgaba el más amplio y libre derecho de navegación a través de su territorio fluvial. La primera reacción argentina ante el golpe de Cotegipe consistió en la incorporación del Chaco a su soberanía, y contra este acto protestó briosamente el Gobierno paraguayo en un documento que firmaron el presidente y todos los ministros, donde se decía que el Paraguay veía en esa anexión “una conquista que hace prevalido de la fuerza, a la falta de títulos legítimos”.

Los aliados al borde de la guerra
Los tratados Loizaga-Cotegipe y la incorporación del Chaco en la soberanía argentina pusieron a los dos aliados al borde de la guerra. El Gobierno argentino pretendió que el Emperador no ratificara aquellos tratados, que consideraba violatorios de los compromisos de la alianza, y que a su juicio estatuían un verdadero protectorado unilateral sobre el Paraguay. Sostuvo Tejedor en su nota de protesta que la ocupación militar después de la guerra, por el Imperio sólo, no podía garantizar bien la existencia de una República ayudándola a salir del abismo en que había caído. “El protectorado en tal caso sería en otros términos la absorción; y de este modo la República Argentina aparecería a los ojos de las naciones haciendo la alianza y la guerra para el engrandecimiento del Imperio”.
El Brasil contestó en términos mesurados, pero enérgicos, y haciendo caso omiso a sus exigencias ratificó los Tratados de Asunción. La nueva réplica de Tejedor adquirió entonces un tono de gran violencia. En la nota anterior el Brasil había hecho un intencionado recuerdo de Caseros; en ésta le replicaba el Tejedor con la mención de Ituzaingó. La guerra de nota contribuyó a caldear el ambiente. La prensa argentina, sin excepción, predicó la guerra al Brasil; los diarios de Río hablaron de aplastar a la Argentina. Ambos países realizaron apresurados preparativos bélicos y algunas naciones ofrecieron su mediación, considerando inminente la guerra.

Mitre soluciona el incidente
La ruptura con Brasil, para la cual Argentina no estaba preparada, iba a poner en difícil situación política al general Mitre, que por entonces aspiraba a suceder a Sarmiento en la presidencia de la República. Su diario La Nación fue de los que con mayor acritud anatematizaron la actitud brasileña; pero la opinión pública no vacilaba en encontrar en el Tratado de alianza la raíz de todas las actuales dificultades en hacer responsable de ellas directamente a Mitre. “Si desgraciadamente el Tratado fuese causa de una grande y sangrienta guerra, nuestro sufrirá materialmente lo mucho que moralmente ha sufrido con el conocimiento de las solemnes obligaciones que le ha creado esa Ley internacional”, dijo Estanislao S. Zeballos en la Universidad.
El hombre indicado para salvar la situación era Mitre, y así lo comprendió el presidente Sarmiento, que, aunque distanciado política y personalmente de aquél, le instó a que gestionara oficialmente en Río de Janeiro una solución pacífica del grave entredicho. Mitre quiso rehuir la misión, pero finalmente la aceptó, llegando a Río de Janeiro el 6 de julio de 1872. Desde su llegada sufrió amargos y notorios desaires personales, aun de parte del propio Emperador. Los soportó con resignación, comprendiendo cuanto interesaban a él y a su país el éxito de su misión. Su paciencia y su habilidad lograron al cabo de largas gestiones que la alianza quedara nuevamente saldada, mal que bien. El 19 de noviembre de 1872 firmó con Pimenta Bueno un protocolo por el cual se convino la vigencia del Tratado del 1° de Mayo, y el Brasil se obligaba a cooperar eficazmente con su fuerza moral a fin de que sus aliados llegasen a un “acuerdo amigable” con el Paraguay respecto a los Tratados definitivos; quedó además estipulado que continuaban en pleno vigor los Tratados Loizaga-Cotegipe. Se acordó también que la evacuación del Paraguay debía verificarse dentro de los tres meses de celebrados los tratados definitivos y se ratificaba el compromiso de la garantía colectiva de los aliados a favor de la independencia e integridad territorial del Paraguay.

Continúan los disturbios políticos
Mientras tanto continuaban los disturbios políticos en Asunción. Uno de los bandos, encabezado por el presidente del Senado, Juan Bautista Gill, contaba con el desembozado apoyo del ministro brasileño Barón de Araguaya, que había sustituido a Cotegipe y que también se convirtió en el árbitro de la situación. Gill dirigió principalmente sus ataques al ministro del interior, Benigno Ferreira, que a los ojos de los brasileños era sospechoso de inclinaciones argentinas. En la primera escaramuza Ferreira logró imponerse, obteniendo la prisión y el destierro de Gill, quien, por intervención del ministro brasileño, en marzo de 1872, fue favorecido con una amnistía política. A pesar de todo, la tranquilidad del país no se consolidó.
El general Bernardino Caballero, que había caído prisionero después de Cerro Corá, libertado de su prisión, volvió al país plegándose a la tendencia encabezada por Cándido Bareiro. Ambos se levantaron en arma contra el Gobierno de marzo de 1873, pero las fuerzas gubernamentales consiguieron imponerse. En mayo estalló otro movimiento revolucionario, dirigido nuevamente por Caballero y Bareiro. Los rebeldes consiguieron penetrar en la capital, pero fueron dispersados y perseguidos por las fuerzas del Gobierno al mando de Ferreira, quien fue ascendido a general por tal acción. Mientras tanto Ferreira había conseguido ganarse la buena voluntad brasileña, desde que se erigió en el campeón de la idea de que no había que ceder a la Argentina una pulgada del Chaco al norte del Bermejo, idea a la cual se plegó el presidente Jovellanos.

Mitre llega a Asunción como negociador
En este ambiente caldeado por la discordia política llegó a Asunción el general Mitre, a quien el presidente Sarmiento le encomendó que terminara en el Paraguay la obra iniciada en Río de Janeiro. Las instrucciones de que era portador le prohibía admitir discusión alguna para el ajuste de límites como no fuera sobre la Villa Occidental “o a cualquier otra posesión de hecho del Paraguay, después del año 10, en la margen derecha del río desde el Pilcomayo hasta Bahía Negra”.
El primer paso de la negociación sostenida con el canciller José del Rosario Miranda fue protocolarizar la renuncia del Paraguay a toda discusión sobre Misiones, declarándose quela única dificultad a resolver era la de los límites en el Chaco. En este punto, alentado el negociador paraguayo por el apoyo brasileño, rechazó las pretensiones argentinas sobre Villa Occidental, como cualquier territorio al norte del Pilcomayo. Jovellanos declaró que prefería retirarse de la Presidencia antes que ceder una pulgada más, y propuso como línea definitiva el Pilcomayo o el sometimiento a arbitraje de todo el Chaco, desde el Bermejo hasta la Bahía Negra. El plenipotenciario brasileño, por si parte, declaró que sus instrucciones le autorizaban a apoyar las reclamaciones argentinas solamente hasta el Pilcomayo.

Las pretensiones argentinas no iban más allá del Pilcomayo
Mitre cumplió con sus instrucciones con escasa convicción. Conocedor profundo de la historia americana, sabía mejor que nadie que solamente al calor de la circunstancia la Argentina había querido llevar sus límites hasta, y que, desde el momento en que había reconocido al Paraguay el derecho de discutir los límites, su país, al aceptar la línea del Pilcomayo, compensaría ampliamente sus sacrificios en la guerra con el territorio situado entre ese río y el Bermejo, que jamás había poseído. Procuró, por lo tanto, convencer a Tejedor de la conveniencia de aceptar el límite propuesto por el Paraguay, que evitaría “cuestiones y guerras futuras con nuestros limítrofes y desiertos que no necesitamos”. Más adelante insistió: “Con el conocimiento que me da el estudio que de esta cuestión histórica he hecho, es que dije antes V. E. que nuestras pretensiones no pueden pasar del Pilcomayo”. Y aun más categórico volvió a insistir que, desde la época de la Revolución, jamás en ningún acto ni documento público había aparecido la inspiración argentina de un límite territorial más al norte del Pilcomayo.
La paladina confesión de los propósitos de conquista del Tratado de Alianza, hecha por quien había sido su principal artífice, no satisfizo a Tejedor, quien calificó las sugestiones de Mitre de “debilidad injustificable” y sólo le autorizó a proponer, como fórmula transaccional, o el arbitraje de todo el Chaco al norte del Pilcomayo, o la línea del Pilcomayo en acuerdo directo salvando para la Argentina la Villa Occidental. Tales proposiciones fueron rechazadas por el Gobierno paraguayo, y Mitre dio por terminadas las negociaciones después de presentar un memorándum sobre las pretensiones argentinas, que fue contestado por el ministro Miranda.

Tratado de Paz con el Uruguay
El Uruguay, al cual se le reconoció por el protocolo Mitre-Pimenta Bueno el derecho de negociar la paz por separado con el Paraguay, después del fracaso de Mitre, autorizó a su plenipotenciario José Sierna Carranza a subscribir los ajustes definitivos de paz. Así se hizo el 13 de septiembre de 1873. La paz quedó definitivamente restablecida entre ambos países, se aseguraba la libre navegación, y el Paraguay reconocía como deuda nacional los gastos de guerra uruguayos y los daños y perjuicios de los particulares.

Apego de la influencia brasileña
Después de retirarse Mitre, la influencia brasileña en el Paraguay no tuvo contrapeso. El ministro Araujo Godim era el verdadero gobernante, a cuya inspiración estaban sometidos presidentes y ministros. La Argentina ni siquiera se cuidó de enviar representantes de jerarquía, contentándose con la acción subterránea de modestos agentes consulares o de comerciantes, como Sinforiano Alcorta y Adeodato Gondra, mediante los cuales comenzó a darse cuenta de que el Paraguay se aceptaba sólo por necesidad y conveniencia la tutela de los diplomáticos brasileños. A principios de 1874, habiéndose hecho sospechoso a los ojos brasileños el presidente Jovellanos, se promovió contra su Gobierno un movimiento revolucionario, con el cual tuvo que transigir, llamando a formar parte del Gabinete el promotor de la Revolución, Juan Bautista Gill, a quien el Brasil preparaba para el próximo periodo presidencial.
Hecho Gill director de la situación, en abril de 1874, el comandante José Dolores Molas encabezó un nuevo movimiento revolucionario; pero las propias fuerzas brasileñas salieron a campaña para sofocarlo. Se le hacía tan pesado el protectorado brasileño, que el presidente Jovellanos ideó un procedimiento para ponerle fin. Como tal influencia era resultado de la ocupación militar y ésta debía durar hasta la celebración de los tratados definitivos, creyó que el Paraguay bien podía renunciar a alguna parte de sus territorios con tal de hacer posible el acuerdo con la Argentina, por ende, la desocupación. Se pidió entonces que el Brasil invitara a la Argentina a abrir nuevas negociaciones en Río de Janeiro, dejándole la entera dirección del plenipotenciario paraguayo, pero con el oculto propósito de acceder finalmente a las pretensiones argentinas.

Misión de Jaime Sosa a Río de Janeiro
El Brasil aceptó propuesta y el Gobierno envió a Río de Janeiro a Jaime Sosa, joven de apariencia modesta, al parecer enteramente entregado a las inspiraciones brasileñas, aunque resuelto a seguir una política directamente opuesta. Las instrucciones oficiales para su misión fueron redactadas en la Legación del Brasil y, según ellas, debía sostener la línea del Pilcomayo sin ninguna concesión y obrar siempre de acuerdo con las negociaciones brasileñas. Pero las instrucciones confidenciales que, al mismo tiempo, le dio el presidente Jovellanos le autorizaron a proceder de otro modo: “En el Estado – decían – en que se encuentra el país, usted no extrañará que me valga de este modo para manifestarle mi pensamiento íntimo de las negociaciones que se le han encomendado… Desgraciadamente los tratados con la República Argentina están pendientes aún, sirviendo de obstáculo principal para su realización del Imperio, a titulo de buen aliado y de defensor oficioso de la independencia e integridad del Paraguay. Las consecuencias funestas de este estado de cosas redundan en perjuicio del Paraguay, que sufre un tutelaje ignominioso y está expuesto a perder su independencia. Por estas consideraciones, y en el deseo de remediar en algo los males que aquejan al país, invocando su patriotismo, le autorizó para tratar los tratados con la República Argentina sobre la base de la desocupación inmediata brasileña, por más que ello se opongan las instrucciones oficiales, que, como usted sabe, han sido redactadas en la Legación Imperial”. Poco después, el 25 de noviembre de 1874, Jovellanos entregaba el poder, por expiración de su mandato, al nuevo presidente Juan Bautista Gill, hechura del Brasil. En Argentina, Sarmiento, a su vez, era sucedido por Nicolás Avellaneda, que debía enfrentarse a una terrible situación económica.

El Tratado Sosa-Tejedor
El Brasil insinuó que representara a la Argentina el propio ministro de Relaciones Exteriores, Carlos Tejedor, intransigente sostenedor de la línea del río Verde, con el cual consideraba imposible todo arreglo, de acuerdo las instrucciones oficiales de Sosa, y que, de tal suerte, facilitaría, sin quererlo, su designio de prologar la ocupación militar del Paraguay. El Gobierno argentino, por su parte, no aceptó la invitación sino después que Sosa aseguró por escrito sus verdaderos propósitos. Sosa, a quien el cambio político operado en el Paraguay no podía arredrar, persistió en desempeñar el papel que el anterior presidente le había asignado. “Los hombres del Imperio – escribió a Jovellanos – están íntimamente persuadidos de que harán de mí lo que quieran, y tan cierto es, que ni siquiera me hacen caso ni me conceden importancia alguna, creyéndome persona de la familia… y no tienen por qué reprocharnos esta conducta, desde que no hacemos con ellos sino exactamente lo que ellos hacen con nosotros”. Una vez Tejedor en Río de Janeiro, en las negociaciones que inmediatamente se entablaron, Sosa se comportó como mero vocero del Vizconde de Río Branco, presidente del Consejo, y del Vizconde Carabecas, ministro de Relaciones Exteriores, los cuales le instruían con minuciosidad antes de cada conferencia. En un informe que envió el presidente Gill, le informó que los brasileños le aconsejaban a resistir a cualquier proposición presentada por Tejedor. Y agregaba: Ellos emplean la astucia y el ministro paraguayo la ficción y el disimulo”. Sosa tenía que sostener con todo brío la línea del Pilcomayo y alegar que el Paraguay deseaba la indefinida ocupación militar en su propio interés.
Los negociadores brasileños, seguros de que Sosa cumpliría sus instrucciones, declararon que la última palabra estaba a su cargo y que el Brasil no haría sino apoyarla. Enorme fue la estupefacción cuando llegado el momento de concretar el arreglo, Sosa aceptó sin discusión la fórmula propuesta por Tejedor, según la cual el Paraguay cedía la Villa Occidental hasta el arroyo Verde, a trueque de la cancelación de la deuda de guerra. Y aunque Río Branco y Carabellas empeñaron sus esfuerzos para reprimir la insubordinación de Sosa, no pudieron evitar que el 20 de mayo de 1875 se firmaran dos tratados sobre esas bases.
La venganza de los diplomáticos brasileños fue pronta, terrible y eficaz. Mientras Tejedor se entretenía en Río de Janeiro provocando enojosas cuestiones de etiqueta, emisarios especiales brasileños acortaron distancia y llegaron a Asunción con instrucciones terminantes. El presidente Gill era un prisionero de los brasileños; hacía poco había escrito al Vizconde de Río Branco implorándole una recomendación para los diplomáticos brasileños que se mostraban esquivos, y gracias a esa recomendación continuaba gobernando. No fue nada difícil al nuevo ministro del Brasil, Pereira Leal, obtener, sin aguardar siquiera los textos originales, y sobre la base de copias proporcionadas por la Legación del Brasil, la desaprobación de los Tratados Sosa-Tejedor, como se hizo el 12 de junio. Y a demanda de Pereira Leal, el negociador Jaime fue destituido de su cargo, declarando “traidor a la patria” y exigida su extradición. El desquite del fracaso de Río Branco fue completo, pero desde ese mismo momento el presidente Gill, humillado en su patriotismo, se preparó a deprenderse de la tutela brasileña. Por lo menos se había salvado la Villa Occidental, que la diplomacia paraguaya estuvo a punto de ceder. El Brasil, pese a todo, había prestado un gras servicio al Paraguay.

Gill se entiende con la Argentina
El doctor Dardo Rocha, que traía la misión de obtener la aprobación de los tratados, llegó tardíamente, pero recogió la promesa del presidente Gill de firmar un nuevo tratado a espaldas del Brasil y con la convicción de que con esa actitud se jugaba la cabeza. Las negociaciones tomaron caracteres de una verdadera conspiración. Para no despertar las sospechas de Pereira Leal, Gill simuló un incidente personal con Rocha, quien se retiró de Asunción sin despedirse de las autoridades. El canciller Machaín, que fue enviado a Río de Janeiro en misión especial, encontró que la situación había cambiado fundamentalmente. El ruidoso fracaso de Río Branco en el asunto Sosa-Tejedor precipitó la caída del Gabinete. En el Parlamento, Nabuco de Araujo condenó con energía las tendencias absorbentes del partido conservador y protestó por la descarada intervención en la política paraguaya.
Caxías formó un nuevo Gabinete, que no se mostraba animado a continuar la política agresiva en el Río de la Plata. Cuando Gill se enteró de estos cambios, substituyó su Gabinete por otro cuya figura principal era José Urdapilleta, nada amigo de los brasileños, quien se hizo cargo de las negociaciones secretas tramitadas por el comerciante argentino Adeodato Gondra, de quien nadie sospechaba. Estas fueron aceptadas por el presidente Avellaneda. Manuel Derqui llegó a Asunción como plenipotenciario especial, pero Gill, para eludir todo riesgo, prefirió que las negociaciones se realizaran en Buenos Aires y envió para gestionar el tratado a Facundo Machaín. La nueva orientación de los gobernantes paraguayos se patentizó con un hecho significativo: el Congreso decidió adoptar a libro cerrado el Código Civil argentino, que entró a regir desde 1° de enero de 1876.

Tratado de Machaín-Irigoyen
El canciller Bernardo de Irigoyen asumió personalmente la representación de su país, y el Brasil designó a su ministro en Montevideo, Aguiar, para intervenir en las negociaciones. Machaín se prestó a repetir la comedia de Río de Janeiro. Pero Gondim, ministro entonces en Buenos Aires, no se dejó engañar, tomó una cañonera y fue a Asunción, donde creía conservar intacta la maquinaria de su predominio. La cañonera varó y se permitió a los agentes argentinos precaverse. Cuando, promovido por la Legación brasileña, iba a estallar un movimiento revolucionario, el ministro.
Derqui hizo bajar las tropas argentinas de la Villa Occidental y las puso a disposición del Gobierno; el movimiento fracasó. Gill, envalentonado, envió a Buenos Aires a José Falcón con nuevas instrucciones que demostraban hasta qué punto se había entregado a la influencia argentina. Machaín debía ofrecer todo el Chaco a cambio de franquicias aduaneras. Falcón llegó en retraso, pues Irigoyen y Machaín firmaron el 3 de febrero de 1876 los tratados de paz, de límites, y de amistad, comercio y navegación. El Paraguay cedió a la Argentina hasta el brazo principal del Pilcomayo, y aceptaba el arbitraje de los Estados Unidos sobre el territorio comprendido entre ese río y el Verde. Argentina renunciaba definitivamente a toda pretensión al territorio comprendido entre el Verde y Bahía Negra. El Paraguay reconoció los gastos y daños de la guerra. La diplomacia brasileña intentó anular los tratados, pero no lo consiguió. El Parlamento los aprobó sin que mediara discusión alguna. El Brasil se aprestó a efectuar la evacuación militar del Paraguay, que era su consecuencia.


Los ex aliados retiran sus fuerzas
En cumplimiento de los pactos, el 22 de junio de 1876 las fuerzas brasileñas evacuar Asunción. Ese día fue declarado fiesta nacional a la República. El Paraguay quedaba fiado a su propia suerte. La situación no podía ser más angustiosa. La terrible crisis económica y la anarquía golpeaban, a cada momento, las puertas del Gobierno. Para hacer frente a la primera, Gill intentó restablecer los antiguos monopolios. La crisis no encontró remedio y fue agravada por los arreglos hechos para asegurar el servicio de los empréstitos contratados en Londres, para cuya garantía se entregó a los acreedores la administración de los bienes nacionales por treinta años, y de cuyo producto sólo mínima parte ingresó en las arcas fiscales. En lo político, Gill, para gobernar, apeló a procedimientos que en nada se diferenciaban de los que la Constitución de 1870 anatematizaba. Pronto se creó un adverso ambiente popular.
El 12 de abril de 1877 Gill fue asesinado en plena calle, sucediéndole el vicepresidente Higinio Uriarte, bajo cuya administración continuaron las persecuciones políticas y se aguzó la crisis fiscal. Una revolución encabezada por Cirilo Antonio Rivarola fue dominada, el 28 de octubre de 1877 fueron asesinados los presos políticos alojados en la Cárcel Pública, entre los cuales estaba Facundo Machaín. La vida política del Paraguay se iniciaba llena de sangrientas conmociones. Después de más de medio siglo de absoluta quietud, el Paraguay emprendía el aprendizaje a la libertad con grandes riesgos y sobresaltos. Los vencedores comenzaron a pensar si el Paraguay no sería más feliz bajo el régimen antiguo. O Novo Mundo, de Río de Janeiro, dijo: “La historia del Paraguay, desde la guerra de la Triple Alianza, nos muestra cuán ilusoria es la libertad en un país donde – el pueblo no gobierna para nada ni tiene la instrucción y civilización necesaria para ello. El Paraguay sería mucha más feliz bajo un gobierno fuerte cualquiera, que le diese paz o infundiese confianza general para la rehabilitación general del país”.

Fallo del presidente Hayes
Benjamín Aceval fue comisionado a Washington para defender los derechos del Paraguay. Saqueados los archivos paraguayos, el alegato tuvo que ser forzosamente pobre. Casi toda la prueba aducida fue sobre los territorios al sur del Pilcomayo, sujetos durante toda la época colonial al dominio paraguayo y donde a República mantuvo, desde 1811, numerosos fuertes y poblaciones hasta el Bermejo. También Aceval demostró el mejo derecho paraguayo sobre el territorio de Misiones, que en 1811 dependía de Asunción y que, por el Tratado Machaía-Irigoyen, el Paraguay había cedido a la Argentina. Con todo, el modesto alegato paraguayo bastó para destruir las pruebas argentinas. “Era tan pobre la documentación argentina – confesó uno de los diplomáticos argentinos – que hubo necesidad de buscar otros datos dentro del plazo apremiante del tratado”. Y el ministro García informó a su Gobierno que las pruebas paraguayas “vienen a destruir completamente la argumentación argentina sostenida en el Memorándum del general Mitre, Memoria del señor Carranza y escritos de los señores Trelles y Saravia”.
El presidente Hayes dictó su fallo el 12 de noviembre de 1877 en vista de las exposiciones y documentos presentados por García y Aceval. “Hago saber – decía – que yo, Rutherford B. Hayes, presidente de los Estados Unidos de América, habiendo tomado en debida consideración de referidas exposiciones y documentos, vengo a decidir por la presente que la expresada República del Paraguay tiene legal y justo título a dicho territorio situados entre los ríos Pilcomayo y Verde, así como a la Villa Occidental comprendida dentro de él”.

La Argentina entrega la Villa Occidental
El 25 de noviembre de 1878 iniciaba un nuevo periodo presidencial Cándido Barreiro. Su presidencia tuvo un comienzo trágico. El 31 de diciembre el ex presidente Cirilo Antonio Rivarola fue asesinado en las calles de Asunción. Poco después estaba un grupo revolucionario, conocido por el nombre del vapor Galileo, que trajo a los rebeldes, pero no tuvo éxito. En abril de 1879 el Congreso adoptó el Código Penal argentino, como la había dicho en el Civil, a libro cerrado.
El 14 de mayo de 1879 el Paraguay entró nuevamente en posesión de la Villa Occidental. Entre las fuerzas paraguayas y argentinas formadas, la bandera argentina, saludada con una salva de veintiún cañonazos, fue arriada para ser inmediatamente enarbolada la paraguaya, también saludada con una salva. El mismo día de las fuerzas argentinas abandonaban la Villa Occidental, que fue bautizada con el nombre del presidente Hayes. La guerra contra la Triple Alianza había terminado.

Bibliografia: Efraím Cardozo "Paraguay Independiente".

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